jueves, 1 de mayo de 2025

Índice de relatos

Enlaces a los capítulos de la Serie "Maine":

Enlaces a los capítulos de la Serie "Los crímenes del St. Paul´s":
  • 1. El problema
  • 2. Una mala decisión
  • 3. Las obras
  • 4. La llegada
  • 5. La última escapada
  • 6. El hallazgo
  • 7. Las primeras investigaciones
  • 8. La huida
  • 9. La autopsia
  • 10. Un duro verano
  • 11. El regreso

Enlaces a otros relatos breves:

"Algunos de estos relatos ya se habían publicado previamente, pero eso no significa que por entonces estuvieran acabados, o ni siquiera que estén acabados ahora. La obra de un autor no está terminada hasta su muerte; siempre pueden venir bien unos retoques y unas cuantas revisiones más. Otros son nuevos. Hay algo más que quiero que sepas, me alegro mucho de que los dos estemos aquí."

Extracto de "El bazar de los malos sueños" de Stephen King

jueves, 24 de abril de 2025

[ 2´ 00" ] Entre Cáncer y Capricornio






A mi gran pasión...

A estas alturas de mi vida ya no busco un amor como el que disfrutamos. Es cierto que veintidós años en común, doce de ellos de matrimonio, dieron para muchos momentos inolvidables y, otros, que no lo fueron tanto.

Los primeros años luchamos por nuestros derechos y, a pesar de toda la polémica generada, logramos casarnos ante sus miradas de desaprobación. Más tarde, un conato de divorcio casi nos arruina la vida; por suerte, fue algo pasajero que solucionamos con una emotiva reconciliación.

Sin embargo, lo peor estaba por llegar. Ese maldito cáncer fue el preludio de años de angustia, momentos de falsas ilusiones y, por supuesto, dolor, demasiado dolor.

Cuando recibimos el diagnóstico no solté tu mano; quise darte ánimos. Durante el postoperatorio me mantuve junto a tu cama. Y tras las sesiones de "quimio", fui yo quien te ayudaba en la ducha y te acostaba. No me arrepiento de nada.

Por suerte, una inesperada tregua durante el tratamiento nos permitió adelantar los viajes que habíamos programado para nuestra jubilación, esa que nunca podremos disfrutar. Curiosamente, esa época la recuerdo con ternura. Todo el cariño que nos dimos compensó con creces las dificultades.

Y cuando lo creíamos superado, una metástasis agresiva resultó ser nuestro "principio del fin".

Te besé por última vez hace seis años, pero tu rostro, frío, no reaccionó al contacto de mis labios. Partiste sin mí un 7 de febrero, tan solo una semana antes de que pudiera entregarte mi regalo. Ese mismo que llevo colgado en mi cuello.

Ahora, en los momentos que siento nostalgia, me consuelo revisando las fotografías de aquellas escapadas. Y cuando llega el aniversario, aún me emociono viendo el vídeo de nuestra "segunda" boda, en Dubrovnik, frente al Adriático.

Hoy te traigo rosas. Te conozco y sé que hubieses preferido algo dulce, pero los bombones no soportan bien estar a la intemperie, además, siempre dijiste que las flores eran como el amor: "Efímeras, pero hermosas mientras duran".

Siempre te querré.

Esteban Rebollos (Febrero, 2025)


- Nota del autor:
Porque el amor no entiende de casi nada; ni género, ni edad, ni riqueza, ni distancia, ...ni mil cosas. Lo dicho, de casi nada.

[ 2' 40'' ] Por tus ojos

 


Puerto de Haifa, Palestina, 1941

Cuenta la leyenda que Isaac, un adolescente ciego de nacimiento, sólo veía a través de los ojos de su hermano mayor. Para ello, David, le cogía de la mano y le guiaba por las callejuelas de la ciudad, la orilla del mar y, si el tiempo lo permitía, incluso subían a los montes cercanos. Una vez allí, le describía todo lo que se extendía ante ellos y, en ocasiones, también le hablaba de algunos maravillosos lugares de ultramar.

David siempre trataba de enseñarle algo nuevo a su hermano y, junto con sus explicaciones, le contaba historias de sus antepasados. Isaac, por su parte, mostraba interés por saber más y se asombraba ante cualquier pequeño detalle. Todas las noches se dormía imaginando que viajaba por el mundo.

Una mañana, mientras descansaban en una ladera del Monte Carmelo, el hermano mayor escuchó una voz que le dijo: 

— David, pídeme un deseo.

El joven, asustado, miró a su alrededor pero no vio a nadie, entonces, le preguntó a su hermano si él también lo había oído. Isaac lo negó con un leve movimiento de cabeza.

Aquella noche, David apenas durmió ya que no le parecía normal oír voces y temía haber enloquecido.

Días después, mientras cuidaban sus corderos, de nuevo oyó la voz.

— ¿Cuál es tu deseo?

David, en esta ocasión, respondió en voz alta: 

— Quiero que mi hermano Isaac pueda ver.

Su dios quiso recompensarle por sus buenas obras y le concedió el deseo. La mañana siguiente, Isaac recobró la vista y, en agradecimiento por el milagro obrado, David sacrificó cinco corderos y rezó tras la fiesta a la que convidó a sus vecinos.

Por su parte, Isaac pasó varios meses aprendiendo a vivir con visión, a leer en hebreo y a desenvolverse en la vida cotidiana. No era fácil y, a menudo, prefería cerrar los ojos y realizar algunas tareas a oscuras. 

Poco después, se sintió lo suficientemente confiado como para iniciar un viaje. Llenó de ropa y alimentos las alforjas del único asno que tenían y una fría mañana embarcó sin rumbo fijo. Aunque el animal era una ayuda imprescindible para labrar las tierras, nadie se atrevió a llevarle la contraria.

Durante meses no tuvieron noticias de él. Poco después, la ciudad de Haifa fue bombardeada por el ejército italiano y, cuanto más tiempo pasaba, más temían que el joven hubiese sido asesinado y que nunca le volviesen a ver.

Cuatro años después, Isaac regresó a la aldea, con su ropa hecha jirones, más delgado, enfermo y, por supuesto, sin el valioso asno.

Aunque su familia se alegró por su regreso, en esta ocasión, no pudieron hacer una fiesta pues ya no disponían de corderos ni apenas productos de la huerta. Al finalizar el día, todos se unieron para rezar y dar gracias por el retorno del hijo pródigo.

Después de la oración, David le preguntó a su hermano dónde había estado y qué había visto. Isaac le contó que había embarcado hacia Trípoli, luego siguió la costa y, así, descubrió grandes ciudades en Turquía. Viajó durante meses, atravesó desiertos, cruzó mares y conoció distintas culturas. Pudo visitar todos los lugares maravillosos que su hermano le había mencionado, pero al verlos, sólo encontró crueldad, hambre y desolación. Descubrió ciudades arrasadas por la guerra, maravillosas pirámides construidas con la sangre de los esclavos, fastuosos palacios rodeados de pobreza y suntuosas esculturas que únicamente ensalzaban a tiranos.

Su corazón se llenó de tristeza al darse cuenta de que nada era como lo había imaginado. 

— He visto el mundo a través de mis ojos y no me gustó lo que vi. Deseo dejar de ver. Pídele a tu dios que obre otro milagro y me deje ciego.

— Sabes que te quiero y no puedo hacerlo. — respondió David.

Isaac le miró con tristeza y le dijo: 

— Hermano, perdóname, déjame ver el mundo a través de tus ojos — y, a continuación, extrajo una tela de su zurrón y, con ella, se vendó los ojos.

Isaac aprendió a vivir sin miedo y apreciar las pequeñas cosas, como el canto de los pájaros, el olor de las flores y el calor del sol en su piel, sabiendo que David estaba a su lado.

Desde entonces, nunca se quitó la venda y, ahora, ambos pasan horas sentados a la orilla del mar intercambiando sus historias. Isaac disfruta de una nueva vida gracias a las explicaciones de su hermano sin tener que enfrentarse a la crueldad.       



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La ceguera no siempre es una limitación sino que, en ocasiones, es una oportunidad para ver el mundo de una manera diferente y más profunda. 

La verdadera belleza está en la forma que mostramos la realidad a los demás, evitándoles el sufrimiento.

Esteban Rebollos (Abril, 2023)

[ 2' 40'' ] Un encuentro casual




No fue la primera vez que te vi sentada en ese banco. Aunque eres una mujer joven, tu postura encorvada y tu mirada perdida me indicaron que tenías problemas.

Me preocupó verte allí, tan sola y triste, que decidí acercarme; quizás unas palabras de aliento harían que tu rostro reflejase una sonrisa.

Me aproximé con cautela, sin querer incomodarte, y me senté a tu lado en el banco. Recuerdo que alzaste la vista y, sin decirme nada, fijaste tus ojos en los míos; solo entonces te reconocí; habíamos coincidido varias veces en la consulta de psiquiatría.

En ese momento no sabía si preferías hablar o deseabas permanecer en silencio. Por suerte, y contra todo pronóstico, empezamos una conversación. Al principio, tratamos temas banales pero, pronto, nuestra improvisada charla derivó hacia asuntos más trascendentales.

Recuerdo que te animé a hablar de lo que te afectaba y confesaste que estabas luchando contra la depresión y la ansiedad y, a pesar de que te sentías identificada con algunas personas del grupo de terapia, seguías abrumada por la situación.

Estuvimos hablando un buen rato y, durante esos minutos, percibí un cambio gradual en tu rostro; poco a poco, aquella dura expresión se fue relajando y, me atrevo a decir, que me pareció percibir algo cercano a una sonrisa. Al terminar, me agradeciste no intentar darte consejos.

Fue emocionante ver cómo una simple conversación provocó un impacto tan positivo. Entonces me sentí feliz, y recordé la importancia que tuvo en mí ser escuchado y recibir apoyo en los momentos más difíciles. No siempre es necesario usar las palabras adecuadas o dar las respuestas correctas, a veces, con estar acompañado uno consigue sentirse a gusto y encontrar la luz al final del túnel.

Nuestras conversaciones continuaron y pude ver cambios significativos en ti. Empezaste a sonreír con más frecuencia, volviste a disfrutar con tu trabajo y encontraste a alguien con quien compartir tu vida.

Años después, aún seguimos en contacto. Cada jueves asisto a terapia: cuarenta minutos hablando de mis problemas y dejándome aconsejar por una persona que consiguió salir de su depresión.

De vez en cuando, coincidimos en el patio del hospital y ahí es donde me cuentas tus secretos; momento en el que me siento feliz por ti, por ver lo mucho que ha cambiado tu vida desde aquella primera conversación.

A pesar de ser tu paciente, espero seguir ayudándote siempre que lo necesites.


Esteban Rebollos (Febrero, 2023)


[ 3' 40'' ] El reencuentro





No hay sensación más gratificante que la producida por una buena ducha tras una larga jornada de trabajo. Mientras que el vapor y los chorros de agua caliente le liberan de la tensión acumulada, un dolor persistente en el hombro y una cicatriz en su brazo le recuerdan, constantemente, que la vida puede cambiar en un instante.

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Su humilde origen junto con la repentina pérdida de su padre le obligaron a dejar su pueblo y probar suerte en la gran ciudad. Su vida podría haber dado un giro inesperado cuando ganó un torneo de póker, pero en lugar de continuar por ese camino incierto, decidió enfocarse en algo más seguro y, aconsejado por su novia, apostó por invertir el premio en un pequeño local. Tras años de esfuerzo y dedicación logró convertirlo en una compañía de inversiones.

Desde el primer momento, dejó claro que tenía un don para las finanzas y pronto descubrió su habilidad en los negocios y su capacidad a la hora de tomar decisiones difíciles. Durante toda su trayectoria profesional utilizó sistemas poco convencionales alejados de las reglas absurdas que había aprendido en la universidad. Sin embargo, los resultados hablaban por sí solos y con el paso del tiempo se convirtió en uno de los inversores más ricos, respetados y exitosos del mercado bursátil.

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Utilizó dos toallas para secar su cuerpo y, al finalizar, las depositó en la cesta de la ropa sucia. Sobre la cama, cuidadosamente dispuestos, encontró una camisa de Armani, unos pantalones de motociclismo y una elegante cazadora de piel. Con cuidado, se vistió y se perfumó. Eligió con esmero un reloj adecuado para la ocasión y rebuscó, entre todas las gafas de sol que tenía, las más apropiadas para conducir en moto.

Una vez en el recibidor, sus ojos se fijaron en la cómoda de roble. Sabía que allí guardaba sus tesoros más preciados. Con calma, abrió el segundo cajón; de él sacó una caja envuelta en papel de regalo, adornado con motivos infantiles. Sus lazos de seda parecían haber sido atados por un artista; sin duda se trataba de un trabajo minucioso y detallado. Seguramente contenía el obsequio perfecto para la pequeña Sarah.

Dejó la caja y decidió centrarse en el sobre que yacía a su lado. Le sorprendió comprobar como el papel de alta calidad, junto con el sello de lacre rojo, hacía que el sobre pareciese más importante. Con sus dedos temblorosos, lo abrió, echó un vistazo a su interior y se aseguró de que se encontraba su carta junto con varios billetes de avión a un destino exótico, esos que solo se ven en las revistas de viajes. Ahora, finalmente, tendrían la oportunidad de escapar de su rutina y disfrutar de la belleza de aquel destino.

Después se dirigió hacia el garaje. Con una pequeña sacudida, la vieja y fiel Harley-Davidson cobró vida. Había sido un capricho costoso, regalo de su esposa Rachel, como recompensa por ganar su primer millón. El rugido de aquel motor le evocó tiempos pasados, tiempos mejores. Se incorporó a la carretera para recorrer el trayecto que había hecho tantas veces pero que aún le llenaba de emoción. El viento en su rostro, la sensación de libertad y la velocidad le permitían olvidarse del resto del mundo. Sabía que su Harley era su compañera fiel en cada aventura y se sentía agradecido por los momentos que podía pasar a su lado. Al igual que su esposa, formaba parte de su alma.

El tiempo se le agotaba. El encuentro era a las ocho menos diez y, por una vez en su vida, no quería llegar tarde a una cita tan importante. Le quedaban 32 millas por delante y contaba, tan solo, con una hora para llegar a su destino.

-¿Quién demonios se cita a una hora tan inusual como las ocho menos diez de la noche?- se preguntó entre susurros.

Surfeaba las curvas con una técnica impecable y, aunque en ningún momento pisó el freno, tampoco excedió los límites de velocidad. Conocía esa carretera a la perfección; cada fin de semana, recorría la distancia que separaba la ciudad de Providence de las cristalinas aguas de Newport. Cuando vio la infinita recta del puente de Jamestown-Verrazzano resistió la tentación de acelerar y se mantuvo a una velocidad prudente, rozando justo el límite. Al llegar a la isla de Rhode Island se encontró, de nuevo, con una carretera serpenteante que le obligó a reducir la velocidad. Sin embargo, tras pasar por el peaje del puente Claiborne Pell, más conocido como Newport Bridge, decidió dar más gas a la moto, inspiró profundamente y, entonces, sus pulmones recibieron una sobredosis de salinidad procedente de la bruma de la bahía. Después, la aguja del velocímetro empezó a subir de forma uniforme, superando las 80, 100, y finalmente, 120 millas por hora. Una vez sobrepasada la mitad del puente giró bruscamente el manillar y su moto hizo un quiebro extraño, estrellándose contra uno de los pilares de hormigón. 

Aunque inexplicable, había sido una decisión meditada durante años. Exactamente..., cuatro años; el tiempo transcurrido desde que su esposa y su hija perdieron la vida en ese mismo lugar. Durante todo este tiempo la culpa le persiguió, pues era él quien conducía el BMW el día del accidente. Intentó buscar una y mil excusas para no sentirse responsable: Quizás no debía haber bebido aquella cerveza, quizás los últimos rayos de sol le habían deslumbrado, quizás circulaba demasiado deprisa. Ahora, nada de eso importaba.

La circulación del carril en dirección Este había sido bloqueado pocos metros después del peaje, en cambio, en el otro carril se había formado una larga cola de vehículos de conductores que aminoraban su velocidad para satisfacer su curiosidad. Los empleados de la funeraria llegaron para retirar el cadáver que estaba atrapado entre los restos de la moto destrozada, mientras un trabajador de limpieza de carreteras esparcía arena sobre la mezcla de sangre y combustible que se había derramado por el asfalto.

Entre el amasijo de hierros descubrieron una caja que contenía los restos destrozados de un osito de peluche y un sobre, con una carta escrita por Jacob años atrás. Ahora, tal vez algún empleado de limpieza esté disfrutando de unas exóticas vacaciones gracias a esa inesperada recompensa.

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A pesar de no haberme despedido de vosotras, lo que realmente importa es que estamos juntos de nuevo y solo lamento no haber tomado antes esta decisión.

Siempre noté vuestra presencia y ahora que estoy aquí, todo ha cobrado sentido. Puedo abrazaros y prometo que nunca más os abandonaré.

Rachel y Sarah, os amo con todo mi corazón.

Jacob Brandon

Esteban Rebollos (Marzo, 2023)




[ 3' 10'' ] De vuelta a casa


Elisa estaba desesperada buscando frenéticamente a su hija Leonor. Sus gritos resonaban en el tranquilo parque infantil, sin embargo, las miradas curiosas de las otras madres no se traducían en ayuda; por el contrario, todas se alejaban apresuradamente llevando a sus hijos en brazos, dejando a Elisa sola en su angustia.

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A sus 70 años, Elisa lucha a diario contra los estragos del Alzheimer. Sentada en un apartado banco, los sonidos de risas infantiles y el susurro del viento se fusionan en su mente, alimentando la creencia de que Leonor está jugando con el resto de los niños. Más tarde, al mirar a su alrededor, no logra ver a la pequeña y es, entonces, cuando el nerviosismo se apodera de ella y las lágrimas emergen en sus ojos cansados. Cada minuto sin encontrar a su hija le parece una eternidad. "¿Y si algo terrible le ha pasado?", "¿Y si nunca más la vuelvo a ver?", preguntas que le atormentan mientras busca entre columpios y toboganes. Poco después comprueba que el parque se encuentra vacío.

De repente, una voz cálida y familiar le saca de su tormento. "Elisa, ¿estás bien?". Marta, su amiga, siempre sabe dónde encontrarla. Con una sonrisa gentil, Marta se acerca a ella y le ofrece su mano arrugada. "¿Puedo ayudarte?". Elisa solloza de alivio y le agarra de la mano con fuerza. "Estoy buscando a Leonor. Hace un buen rato que no la veo. No puedo encontrarla". Marta la envuelve en un abrazo reconfortante y la mira con ternura. "Oh, querida Elisa. ¿Recuerdas lo que hemos hablado? Leonor está con su padre, ¿te acuerdas?". Los ojos de Elisa expresan desconcierto mientras la realidad se abre paso a través de su confusión. Asiente, tratando de asimilar las palabras de su amiga y parece recordar. "Sí, sí... Leonor está con su padre... en casa". Marta le sonríe cariñosamente e, invitándola a caminar, le dice: "Vamos, te llevaré. Todo está bien".

Juntas dejan el parque y de regreso al hogar, Elisa se aferra a su amiga, agradecida por su compañía y apoyo. Durante ese breve paseo, la tranquila conversación hace que la inquietud de Elisa se desvanezca entre la bruma de su mente. Ya en casa, se acerca a una foto enmarcada sobre la mesa de la entrada y la besa. Es una imagen de Leonor, sonriendo, mientras juega en el mismo parque infantil que acaban de dejar atrás. Una lágrima rueda por su mejilla, pero esta vez se debe a los preciosos momentos que aún puede recordar. Con delicadeza, Marta le prepara un té caliente. Elisa se aferra a la taza con sus manos temblorosas, sintiendo una mezcla de alivio y tristeza por la confusión que acaba de experimentar.

Poco después, Elisa se relaja gracias a la familiaridad de las palabras de Marta y, sobre todo, encontrando consuelo en su presencia. Cuando el día llega a su fin, Elisa se sumerge en su pasatiempo favorito: la pintura. Marta la observa con admiración, maravillándose de la creatividad que aún reside en su amiga. Mientras Elisa se concentra en su arte, dibuja con trazos cuidadosos y colores vibrantes, plasmando un mundo de belleza y serenidad en el lienzo. Cada pincelada le permite escapar momentáneamente de la sombra del Alzheimer que amenaza con consumirla. Desde hace muchos años, ambas comparten casa, historias y recuerdos, encontrando mutuo consuelo y compañía. Por suerte, Elisa ha borrado de su mente el accidente en el que su marido y la pequeña Leonor perdieron la vida.

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Ahora, en la tranquilidad de su hogar, Elisa sigue adelante con valentía y determinación, encontrando belleza en cada pincelada de su viaje, sabiendo que gracias a Marta nunca se perderá de vuelta a casa.


Esteban Rebollos (Febrero, 2024)



[ 3' 00'' ] El piano


- Acepto todas las condiciones, excepto una.

¡Ella nunca tocará el piano del gran salón!

Esa es mi última palabra.

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Kingston, Inglaterra, 1927

Tras la muerte de mi esposa, hace cuatro años, los días como compositor quedaron en el olvido y, desde entonces, me encuentro inmerso en una decadencia absoluta. El piano se convirtió en el único testigo de mi duelo y en él me cobijo para recordar su presencia. En realidad, todo en esta casa me recuerda a ella.

Cuando los demonios se apoderan de mi mente y no puedo dormir, la angustia me atormenta. Entonces, me dirijo al gran salón y, tan solo con pasar las puertas de cristal, me adentro en un mundo mágico. En ese refugio dejo que mis dedos bailen libremente sobre las teclas e interpreten viejas melodías. Solo la luz del alba hace que me enfrente a la realidad y regrese a un estado de melancolía permanente.

Los días de gloria, en los que componía para la realeza, son ya un recuerdo y, desde el accidente, no he creado ninguna obra. Por suerte, aún me mantengo gracias a la herencia que dejó mi esposa y a los escasos conciertos que interpreto como solista.

Mi vida de ermitaño alimenta los rumores sobre mi encierro y, las pocas veces que visito la ciudad, siento como los lugareños murmuran a mis espaldas sobre la verdadera causa de la muerte de mi esposa.

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Por sorpresa, una llamada rompió el silencio de mi letargo. Un amigo, conocedor de mis penurias, me ofreció la oportunidad de volver a impartir clases. Ante su insistencia, acepté sabiendo que necesitaba un giro en mi vida. El acuerdo fue sencillo: unos ingresos semanales a cambio de habitación y lecciones de piano.

Una horda de limpiadoras y dos semanas de frenética actividad transformaron mi cárcel en un refugio acogedor. Las habitaciones, lugares sombríos, se abrieron para ser inundadas por el aire fresco de la campiña; incluso, algún osado deshollinador trepó al tejado para limpiar las numerosas chimeneas que se vislumbran desde Hamilton Avenue.

A las seis de la tarde, el taxi llegó puntualmente. De él se bajó una mujer, por suerte, algo mayor de lo que esperaba. Al verla, mi corazón dio un vuelco por su parecido con mi esposa y, por primera vez en años, volví a sonreír. Creo que la llegada de Amanda, mi nueva alumna, fue el punto de inflexión que tanto necesitaba.

Tras una breve pero cordial presentación, le mostré cada rincón de la mansión y la acompañé por los jardines hasta la pequeña casa de invitados, ahora reconvertida en aula de música. Amanda encontró todo a su gusto, incluso el viejo piano que utilizaríamos para las clases.

Más tarde, durante la cena, comenté con ella la única restricción de nuestro acuerdo: la entrada en el gran salón. Amanda comprendió que se trataba de un tributo a la memoria de mi esposa, aceptó mi dolor y en sus ojos encontré un destello de complicidad que alivió el peso de mi carga.

Desde su llegada, los días se sucedieron con alegría. Las mañanas cobraron vida con las clases de piano, convirtiéndose en un momento único y esperado. Su amabilidad, su risa y, especialmente, su ternura iluminaron cada rincón. Por las tardes, explorábamos los magníficos paisajes que nos rodeaban, desde los viejos rincones de Londres hasta las apacibles playas de Brighton.

Después de dos meses, mis sentimientos hacia Amanda experimentaron un profundo cambio, lo que me llevó a abrir las puertas del gran salón e invitarla a tocar. Al verla frente al piano, supe que nuestra vida sería perfecta si estuviéramos juntos.

Tras la boda, por fin, hallé la paz. Tras su muerte, la recompensa ha sido mejor. La alegría y la pasión por la música brotaron en mí de una forma desconocida; ahora, las notas fluyen con facilidad de mis manos y, en ocasiones, me sorprendo tarareando nuevas melodías.

Con Amanda encontré la fuerza, la inspiración y, sobre todo, la riqueza que tanto deseaba.

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¡Mi próxima esposa también será mucho mayor que yo!

Esteban Rebollos (Febrero, 2024)


[ 4' 30'' ] El dibujante



En lo profundo de la noche, cuando las estrellas tejen su manto sobre el firmamento, Andrea se sumerge en un mundo de trazos y sombras. Desde su infancia ha sido un soñador que encuentra en el papel la manera de plasmar las historias que bullen en su mente. Mientras los lápices se convierten en una extensión de sus manos, las hojas en blanco son territorios esperando ser poblados por sus creaciones.

Repleto de tintas, acuarelas, hojas de papel y lápices de todas las durezas imaginables, su estudio se convierte en un santuario de creación. Andrea se enclaustra en este refugio rodeado de herramientas de arte, materiales imprescindibles para dar vida a sus mundos de fantasía.

El último encargo, repleto de nuevos personajes, marca un punto de inflexión en su vida. Es la oportunidad de su carrera, la posibilidad de ver su nombre en la portada de un cómic de prestigio internacional. Sin embargo, un plazo de entrega tan ajustado viene acompañado de una presión abrumadora, sumiendo a Andrea en un torbellino de insomnio y ansiedad.

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La noche antes de la entrega, el agotamiento finalmente le vence. Inmerso en un sueño profundo, sus personajes cobran vida en su mente. Hablan con él y, con tono amenazante, le gritan al unísono:

          —¡Déjanos salir! 

Andrea se despierta alterado y, en un ataque de pánico y frenesí descontrolado, rompe la mitad de sus dibujos. Con el corazón aún palpitante, reorganiza los restantes bocetos, modifica los textos de las viñetas y se obliga a volver a la cama. Pero al despertar, el arrepentimiento le invade. ¡Qué demonios había hecho! ¿Por qué había destruido su trabajo? Aunque duda si entregar el proyecto, finalmente decide presentar lo poco que le queda.

En contra de lo esperado, los editores elogian su estilo, la profundidad de sus personajes y la calidad de su técnica. Y, por supuesto, deciden ampliar el plazo de entrega.

Pero no todo podían ser buenas noticias pues algo extraño estaba ocurriendo en su estudio. Por las noches las viñetas desaparecían misteriosamente, los bocetos se desvanecían en la oscuridad y sus lápices de colores aparecían rotos dentro de sus cajas.

Aunque el dibujante atribuyó los extraños sucesos a su propio agotamiento, pronto descubrió que algunos personajes habían salido de las páginas del cómic y se habían adueñado del estudio.

Viendo que los nuevos compañeros no estaban dispuestos a calmarse, decidió buscar ayuda profesional. Para ello, recurrió a psicólogos y médiums con la esperanza de encontrar una explicación plausible. Pero las respuestas recibidas sembraron más confusión en su mente. Los primeros sugirieron que estaba experimentando alucinaciones inducidas por el estrés, mientras que los segundos insinuaron que el dibujante había abierto un portal entre el mundo de la ficción y la realidad.

Afortunadamente, durante un breve descanso, soñó con un sabio anciano que le desveló el secreto para restaurar el equilibrio. Andrea tomó sus lápices y, con determinación, se dibujó como un personaje más de sus propias historias. Allí, entre las páginas, se enfrentó a sus demonios, luchando contra las criaturas que él mismo había creado. Aquella fue una batalla épica, una lucha entre la realidad y la ficción, entre el artista y su obra.

Finalmente, Andrea se había enfrentado a sus miedos, consiguiendo recuperar la armonía. Y aunque sabía que la lucha nunca terminaría, mientras tuviera sus lápices en la mano y más historias en su corazón estaría listo para enfrentarse a cualquier desafío.

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Meses después, durante una fría noche de invierno, Andrea sintió una presencia moviéndose sigilosamente a su espalda. Con el corazón latiendo con fuerza, se volvió hacia la figura y lo que vio lo dejó sin aliento. Frente a él estaba uno de los personajes más oscuros y retorcidos, surgido de su propia imaginación. Su mirada ardía con una intensidad feroz y sus labios, curvados en una sonrisa siniestra, revelaban su verdadera naturaleza.

          —¿Qué haces aquí? — preguntó Andrea.

Con cada paso, el personaje se acercaba más a él y, aunque el dibujante retrocedía, muy pronto se dio cuenta que no tenía escapatoria.

          —¡He venido a reclamar lo que es mío! —dijo el monstruo, con voz ronca.

Al final, resignado, el artista cerró los ojos y se dejó llevar por la oscuridad.

Ahora, una última viñeta descansa sobre la mesa como recuerdo de quién fue Andrea Parissi.

Esteban Rebollos (Abril, 2024)

Dedicado a mi amigo Andrea Parissi. Dibujante, ilustrador y persona excepcional.


[ 2' 05'' ] La sombra del odio




Mi madre no me creyó cuando le dije que no había roto su fotografía favorita, esa que colgaba en el salón desde antes de que yo naciera. Era una imagen en blanco y negro de sus padres, una reliquia familiar. Tampoco me creyó el día que todas las piezas de la vajilla de porcelana se hicieron añicos, como si un mazo invisible la hubiera golpeado con furia.

El día que la lámpara del salón apareció estampada sobre la mesa de cristal, recibí una paliza. Mi madre estaba enfurecida y sus gritos resonaron por toda la casa, mostrando su rabia e impotencia. Le juré que no había sido yo, ni sabía cómo había ocurrido. Lo negué una y otra vez pero sus ojos sólo reflejaron odio. Aquellos sucesos siempre ocurrieron cuando yo no estaba presente pero, aún así, mis padres nunca me creyeron.

Cuando cumplí la mayoría de edad, mi madre me dijo que ya no tenía obligación de darme cobijo, que debía irme de casa porque no soportaba mis poderes. La palabra "poderes" cayó en medio de su discurso como una losa. Pero esa palabra, pronunciada con esa mezcla de miedo y repugnancia, me hizo entender que lo que ocurría no era casualidad. Hasta entonces, consideraba aquellas manifestaciones como accidentes inexplicables. Fue entonces cuando comprendí que poseía una extraña fuerza en mi interior, algo oscuro y poderoso que estaba empezando a tomar forma.

Finalmente, descubrí que yo mismo, de forma involuntaria, había generado aquellos primeros sucesos de telequinesis. Mi ira desbordada, mis miedos y emociones fueron la respuesta a los maltratos sufridos desde mi niñez. Toda esa fuerza puso en marcha un poder que aún no entendía y no sabía canalizar. Con el tiempo, aprendí a ser consciente de mis actos y dominar esa energía.

Unos años más tarde, recibí la noticia de que mi padre había muerto. En ese momento, me encontraba fuera del país y no pude llegar a tiempo para asistir a su funeral. Mi padre había sido asesinado mientras dormía. Tenía un cuchillo de cocina clavado en el pecho, las sábanas estaban ensangrentadas y los muebles de la habitación se encontraban desordenados. Días después, mi madre fue acusada de su asesinato. Aunque no había testigos y se declaró inocente, las pruebas en su contra fueron abrumadoras.

Yo sabía que ella no lo había hecho, pero aún así, dejé que el proceso siguiera su curso. El odio y el resentimiento comenzaron a germinar dentro de mí. Me había echado de casa y culpado de todos aquellos sucesos inexplicables. Me había dado la espalda, precisamente, cuando más la necesitaba. Si yo había sufrido por razones que no comprendía, ahora ella sufriría por motivos que tampoco podría explicar. Desde la distancia manipulé los objetos necesarios para crear una escena del crimen incriminatoria. Ahí comenzó mi venganza.

Durante su estancia en la cárcel, los guardias hablaban en voz baja sobre los extraños sucesos que ocurrían en la celda de mi madre y los rumores pronto comenzaron a propagarse entre las reclusas. Al principio, se trataba de cosas pequeñas: objetos que se movían solos, susurros en la oscuridad y sombras que parecían danzar en las paredes. Cada noche me concentraba para que mi poder fluyera, infiltrándome en su mente, convenciéndola de que era culpable y que su destino estaba irremediablemente escrito.

Llegó un momento en el que mi madre se encontraba aterrorizada y, por fin, logré volverla loca. Una noche comenzó a gritar, a arrancarse los cabellos y arañar las paredes hasta sangrar. Los médicos dijeron que había sufrido una crisis nerviosa debido al estrés de la cárcel y, sobre todo, al sentimiento de culpa. Pero sólo yo sabía la verdad.

Y entonces, un día, sucedió. Los guardias la encontraron colgada en su celda. Su cuerpo menudo se balanceaba suavemente mientras la sábana crujía bajo su peso. Aunque las investigaciones concluyeron que se trataba de un suicidio, el cuerpo de mi madre pendía a una altura imposible de alcanzar sin ayuda. Las cámaras de seguridad mostraron que la puerta de su celda se mantuvo cerrada desde que entró tras la cena. Confieso que la maté desde la distancia, guiando la sábana alrededor de su cuello, apretando hasta que cesó su respiración y el silencio inundó la celda.

El mundo jamás entenderá lo que realmente ocurrió. Hablarán de fantasmas, de maldiciones, de locura. Buscarán explicaciones en lugares equivocados, sin saber que todo fue obra de un hijo abandonado, de un corazón lleno de odio y un poder que se alimentaba de la desesperación. Nadie puede entender lo complicada que es la mente humana.

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"No necesito que me creas, ni busco tu aprobación. Solo necesito tu miedo."


Esteban Rebollos (Agosto, 2024)

[ 2' 10'' ] Conflicto de intereses

 




  

Cuando sufrí ataques de pánico, ella supo calmarme.

Cuando ingresé en el hospital, ella durmió en la butaca.

Cuando entré en coma, ella...

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La conocí el día de mi noveno cumpleaños. Supongo que mi padre creyó que, después de un año de relación, esa fecha sería el momento idóneo para su presentación en sociedad. No pudo elegir peor día.

Mi madre había muerto cuatro años antes y, a pesar de ello, ver a mi padre con otra mujer aún me causaba repulsión.

Reconozco que Amanda fue muy prudente ese día. Sabiéndose el centro de atención de todos los invitados, supo guardar muy bien la compostura. Tanto los padres de mis amigos como mi propia familia la observaban como queriendo descubrir en ella algún oscuro secreto.

Siempre en un segundo plano, Amanda solo se dirigió a mí para felicitarme, besarme y entregarme su regalo... una preciosa muñeca que nunca saqué de la caja.

Por algún extraño motivo, tras la celebración, mi padre decidió que su novia, mi futura madrastra, se quedase a dormir. Ahí empezaron los problemas.

Pasé aquella noche llorando hasta que, vencida por el sueño, me dormí acurrucada en una esquina de mi cama.

Cuando desperté, Amanda ya no estaba. Supuse que esa noche había sido una excepción. Desgraciadamente, nada más lejos de la realidad.

Pocos días después, una furgoneta aparcó junto a la fachada principal. Cuando abrieron el portón trasero, un centenar de cajas se encontraban a la espera de ser descargadas. En apenas media hora, todo aquel cargamento ya estaba diseminado por las tres plantas de la casa.

Una infinidad de vestidos, zapatos, libros y demás enseres invadieron cada rincón, arrollando con todo lo anterior. De un día para otro, la casi totalidad de las fotografías de mi madre habían desaparecido y, únicamente, un viejo retrato de ella se mantuvo a salvo en mi cuarto.

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Los siguientes cuatro años ingresé en el hospital en nueve ocasiones. Los diagnósticos médicos indicaban desde casos leves de apneas y miedos nocturnos hasta graves episodios de intoxicación por medicamentos.

Al no encontrar causa que justificase mis padecimientos, fui derivada a distintos hospitales en los que me realizaron pruebas de todo tipo y donde, incluso, llegaron a ingresarme en la unidad de cuidados intensivos.

Durante la última hospitalización, y ante las sospechas fundadas de un delito, se inició una investigación judicial a partir de un informe de los servicios médicos. La última analítica mostraba una alta concentración de fármacos en sangre, muy superior a lo esperado por los facultativos.

Tras cotejar los resultados, la policía recibió la orden de arresto inmediato de Amanda. Por supuesto, no fue difícil localizarla... estaba en el hospital. Finalmente, la detuvieron saliendo de mi habitación.

Acusada de un delito de asesinato en grado de tentativa, con agravante de parentesco, la sentencia dictaminó que mi madrastra sufría síndrome de Munchausen por poderes. Asimismo, el hecho de negarlo todo llevó al tribunal a considerar su frialdad una prueba irrefutable de su ausencia de amor maternal.

Según el veredicto del Tribunal Superior de Justicia, quedó probado que Amanda puso mi vida en riesgo desde el día en que me conoció. Por tales acciones, y considerando que su trastorno mental no era eximente de delito, fue condenada a ocho años y tres meses de prisión.

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Al principio, todo comenzó siendo un juego infantil. El primer año fue sencillo fingir cefaleas, temblores y pérdidas de conocimiento.

Tras la boda, decidí cambiar de estrategia. Comencé a tomar medicamentos, administrándome dosis superiores a las estrictamente terapéuticas, hasta que las analíticas reflejaron resultados alarmantes.

El paso definitivo fue un poco más arriesgado. Aprovechando que estaba ingresada, decidí manipular la máquina que controlaba la dosis de mi medicación y culpar de ello a Amanda. Todo concluyó cuando logré inducirme un estado de coma irreversible.

Mi padre se divorció hace diez años y, desde entonces, siempre ha estado al lado de mi cama, cuidándome.

Esta es la manera que elegí para seguir luchando por su amor.

—¡Ahora, soy feliz!

Esteban Rebollos (Abril, 2021)