jueves, 31 de diciembre de 2015

[ 2' 00'' ] La apuesta - Serie Maine (VII)



Cada quince o veinte días, el estado de Maine amanecía con la noticia de que se había perpetrado un nuevo atraco en alguno de los numerosos bancos a lo largo de la ruta interestatal 95.

Jefe, ya van nueve en seis meses. ¡A este ritmo no cobraremos la extra de Navidad!

No, Paul, a este ritmo, cometerá un error.

Además de la regularidad entre los sucesos, había un cierto patrón en todos los golpes. Se trataba siempre de un varón blanco, fuertemente armado y que efectuaba el atraco pocos minutos antes del horario de cierre. Después, huía en un coche de gran cilindrada que aparecía quemado a las afueras de la ciudad. No tenían más pistas.

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Unos días más tarde, el segundo ayudante del sheriff, Paul Wesley, llegó a la comisaría más temprano que de costumbre.

Jefe, he recibido un soplo. El atraco será mañana, en el Camden National Bank.

¿Quién es el confidente?

Es un drogadicto de poco fiar. ¿Qué hacemos?

¡Necesito acción! —exclamó el sheriff —Montaremos vigilancia pero nada de refuerzos, que si el tipo ese no aparece, no quiero hacer el ridículo. Sólo nosotros tres. —Y miró buscando la aprobación de James Dawson, quien asintió con un leve movimiento de cabeza.

¡Usted verá!, ¿Qué se apuesta a que no sucede nada? —dijo Paul.

¡Venga, ...una botella de bourbon!

¡Eso está hecho, jefe!

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Dawson hacía guardia sentado en la oficina del director. Vestido de paisano parecía más un armario ropero que un empleado de banca. Y no era el único policía que permanecía a la espera de acción; al otro lado de la calle, dos coches camuflados estaban preparados para cortar el paso al atracador en caso de fuga. 

En algo más de cinco horas, no había habido ningún movimiento inusual, pero a  falta de diez minutos para el cierre del banco, un aviso en la emisora les hizo saltar de sus asientos.

¡Atención! Hombre blanco sospechoso... Acercándose por Mall Boulevard... Llegando a la entrada del banco... Preparaos... —dijo Paul agazapado dentro de uno de los coches aparcados en la acera de enfrente, y continuó,

¡Falsa alarma! El tipo sigue de largo.

A las dos en punto se cerraron las puertas del banco y diez minutos más tarde, aburrido de tanta espera inútil, el sheriff decidió dar por finalizado el operativo de vigilancia. Nunca una mañana se les había hecho tan larga. 

Se acabó, chicos. ¡Todos a la central! Paul, te debo una botella —dijo un decepcionado Stalker desde la emisora del otro vehículo.

James Dawson había aparcado su coche patrulla en una estrecha callejuela de la parte posterior y allí se dirigió tras salir del banco.

De regreso a la comisaría, se escuchó un segundo aviso, emitido esta vez, desde la emisora de la central.

Atención a todas las patrullas. Atraco en la joyería "Robinson", Mall Boulevard. Localicen un Shelby GT, azul metalizado, matrícula de Illinois.

El ayudante del sheriff arrancó el coche patrulla y salió del callejón para incorporarse al amplio boulevard de cuatro carriles. A lo lejos vio acercarse rápidamente el coche buscado, se abrochó el cinturón de seguridad y dijo:

Ahí viene. ¡Joder, esto va a doler!

Dawson, aproximándose por el carril contrario, dio un volantazo y el coche patrulla impactó, casi frontalmente, contra el llamativo Shelby azul.

El cuerpo del atracador salió despedido a través del parabrisas y fue a estrellarse contra los adoquines de la calzada. En medio de la calle no sólo quedó un cuerpo sin vida sino todo el botín esparcido bajo el coche.

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Mientras James Dawson disfrutaba en casa de unas vacaciones forzosas debido a sus tres costillas rotas, "The Bangor Daily News" daba la noticia de otro éxito del departamento de policía del condado.

El sheriff, Raymon Stalker, celebró en soledad su nueva condecoración, eso sí, brindando con la botella de bourbon ganada en la apuesta. Y, hablando de Paul, decir que por fin cobró su ansiada paga extra.

La única pieza que no se recuperó del botín, un fabuloso anillo de diamantes, fue a parar como regalo de Navidad a Brenda, la mujer de James Dawson. Así recompensó Raymon Stalker la valentía de su ayudante.



Esteban Rebollos (Diciembre, 2015)



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martes, 29 de diciembre de 2015

[ 2' 20'' ] Una segunda oportunidad - Serie Maine (VI)




¿Crees en una segunda oportunidad?
En la segunda, sí. Ya lo dice la Biblia, debemos ser misericordiosos.

¿Y en una tercera? 
De esa no dice nada la Biblia. En esa le rompería las piernas.


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Rachel cambió su apellido de soltera, Dawson, por otro mucho más corriente. Por amor, no le importó pasar a llamarse Rachel Williams. A su marido, Alan, le había conocido hacía nueve años en una cena, irónicamente, en el Día de Acción de Gracias.

Durante los dos primeros años, habían permanecido unidos a pesar de los continuos problemas económicos que tuvieron que soportar, pero la situación se volvió insostenible con la llegada de la pequeña Alexis a la familia.

La primera vez que Alan golpeó a Rachel, consiguió convencerla de que lo había hecho por su bien, por lo mucho que la amaba. Pero las siguientes, simplemente, la dejaba llorando mientras él ahogaba sus problemas pegado a la barra de un bar; siempre, en buena compañía.

Al regresar a casa, oliendo a bourbon barato y perfume de otras mujeres, las cosas empeoraban aún más, hasta el punto de que Rachel tuvo que salir huyendo con la pequeña en brazos, en más de una ocasión. Al día siguiente, y tras pedir perdón, las aguas solían volver a su cauce.

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Sra. Williams, lo siento, la ley me obliga a informar a la policía sobre sus lesiones.

Le aseguro que no es lo que se imagina. Resbalé en la cocina y me golpeé contra una silla.

Sí, ya veo en su historial que es muy propensa a los accidentes domésticos.

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Una llamada, de un viejo compañero del Departamento de Policía de Concord, informaba a James Dawson de la denuncia presentada por el New Hampshire Hospital en el que aparecía, una vez más, el nombre de su hermana.

No le importaba enfrentarse a una sanción administrativa por salir del condado de Bangor sin autorización o, incluso, perder su puesto de trabajo con tal de terminar con aquella situación de una vez por todas. Había intervenido en muchos casos de violencia doméstica pero aquel no era otro más, aquel se había convertido en un asunto personal.

Cuando el coche patrulla salió derrapando del aparcamiento de la comisaría, el reloj del salpicadero marcaba las 16:05. Llegaría a tiempo solo si no levantaba el pie del acelerador y el exceso de tráfico en hora punta no se lo impedía. Al menos, siempre tendría la oportunidad de abrirse paso usando la sirena. En apenas cuarenta minutos recorrió el camino hasta el aserradero en donde trabajaba su cuñado. 

Cuando Dawson frenó delante del viejo portón, salió del coche patrulla, escopeta en mano, dispuesto a matar a su cuñado si fuera necesario. Entró, como un toro, en busca de Alan.

Allí lo encontró, trabajando con la sierra circular mientras desbastaba grandes troncos para fabricar tablones de madera. Alan no vio venir el golpe que el policía le dio con la culata de su escopeta y cayó de rodillas, golpeándose con la máquina en la frente. James tiró del brazo derecho de Alan y gritó:

Ya te faltan dos dedos, pero te voy a cortar la mano con la que golpeas a mi hermana.

Por Dios, James, te juro que no he hecho nada.

Dawson acercó la mano de su cuñado a los dientes de la sierra empezando a cortar el guante de serraje.

¡James, no lo hagas! ¡Creéme! Nos hemos separado. Hace dos meses que no veo a Rachel. ¡No lo hagas, James!

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Rachel, a pesar de la férrea oposición de su hermano, decidió darle una segunda oportunidad a su marido. Tres semanas después, Alan volvió a ver a su hija y el mes siguiente, abandonó la habitación de alquiler para regresar a la casa familiar. 

Aquel año, celebraron el décimo aniversario, rezando todos juntos antes de la cena del Día de Acción de Gracias. Quizás, con un poco de suerte, no sería el último que se reunirían. Al menos, esa situación, sirvió para mantener a los "Dawson" y a los "Williams" más unidos.
  
De vez en cuando, James abre el cajón de su escritorio y mira la caja en donde tiene ocho balas de punta hueca. Entre ellas, una reservada para sí mismo, otra para Alan, por si no cumple su promesa y otras seis, también, con el nombre de su destinatario.



Esteban Rebollos (Diciembre, 2015)



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lunes, 28 de diciembre de 2015

[ 2' 00'' ] Cuestión de color - Serie Maine (V)



Durante la guerra de Vietnam, Neil Tyson sirvió a su país trabajando como cocinero en el USS Forrestal, hasta que fue herido en una pierna por fuego amigo. Tras licenciarse, volvió a Maine donde solo encontró empleo como ayudante de cocina en una vieja cafetería.

La adicción a la bebida había hecho de Neil un hombre violento y pendenciero; eso, su apellido y sus más de doscientas libras de peso eran rasgos comunes con el boxeador Mike Tyson. En menos de dos años pasó de una vida placentera a quedarse viudo, perder el trabajo y ser desahuciado de su propia casa. Estaba claro que la mala suerte se había cebado con él. Desde hacía nueve meses dormía en alguno de los albergues de la ciudad, de donde salía cada mañana para mendigar por las calles de Bangor.

Sentado en uno de los accesos a Hayford Park pedía ayuda a todos los transeúntes que por allí pasaban. En las últimas horas apenas había conseguido unas monedas; hasta que un buen conciudadano recompensó su perseverancia con un billete de diez dólares. Solo entonces, pudo acercarse hasta la licorería a por alcohol para ahogar sus penas.

Una botella de bourbon, por favor. La más barata. —le pidió al empleado.

—¿Ya estás aquí? ¡La última vez me robaste! ¡Lo tengo grabado! —le espetó a Neil.

No se de qué me habla, es la primera vez que entro aquí —respondió posando el billete de diez dólares sobre el mostrador —Por favor, deme una botella de medio litro.

¡Lárgate de mi tienda! Y esto, —refiriéndose al billete —esto a cuenta de lo que me debes —le dijo el empleado mientras se lo guardaba en el bolsillo de la camisa.

Niel agarró la primera botella que encontró a mano y la rompió con fuerza contra el mostrador. Una esquirla de cristal saltó haciéndole un corte en el brazo. A continuación gritó:

¡Hijo de puta, dame la botella o te mato!

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Una alarma parpadeante en la comisaría indicaba que se estaba produciendo un atraco en la licorería de Hammond Street. En apenas un minuto, dos coches de policía llegaron a la puerta de la tienda y allí encontraron al hombre.

—¡Tire el arma!, ¡Échese al suelo! —le ordenó el segundo ayudante del sheriff, Paul Wesley.

¿Qué arma ni qué cojones? Mira la botella, gilipollas —dijo el joven mostrando claros síntomas de embriaguez.

A pesar de estar encañonado, decidió alejarse y hacer caso omiso a las órdenes del policía.

Once disparos hicieron impacto en su cuerpo y el joven negro cayó abatido en medio de la acera.

—¿Por qué le disparaste? ¡Estaba desarmado! —preguntó el sheriff Stalker.

—¡Joder, jefe, yo qué sé! ¡Se movió! —respondió el ayudante. 

¡Calma!, saca tu "tobillera" y pónsela en la mano —le indicó el sheriff.

—¡Y una mierda! —exclamó enfadado —¡No voy a perder mi revólver por este negro! 

¡Ten, ponle esto! —le dijo el sheriff, dándole una navaja que tenía guardada en el bolsillo trasero.

Neil, asustado por los disparos de la policía, decidió dejar la botella rota sobre el mostrador y salir con las manos en alto. Al atravesar la puerta, lo primero que vio fue el cuerpo sin vida del joven negro sobre un charco de sangre.

—¿Quién es usted? ¿Qué coño hace? —preguntó el ayudante Wesley al verle salir con las manos en alto.

—¡Casi nos mata! —exclamó —Yo sólo quería una botella de bourbon pero creo que después de esto... después de esto voy a dejar de beber.

Neil se alejó sin botella, sin sus diez dólares pero sabiendo que aquellas balas estaban destinadas para él. Esa noche, mientras se aseaba en el albergue, se fijó en la herida que tenía en su brazo. Estaba seguro de que esa cicatriz marcaría el inicio de una nueva vida; la segunda oportunidad que tanto necesitaba.

Por una vez había tenido suerte, pero no fue cuestión de azar sino por el color blanco de su piel.

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A la mañana siguiente, una breve reseña en las páginas de noticias locales del "The Bangor Daily News" informaba sobre la muerte de "otro atracador de raza negra" a las puertas de una licorería.



Esteban Rebollos (Diciembre, 2015)



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domingo, 27 de diciembre de 2015

[ 2' 20'' ] La búsqueda - Serie Maine (IV)




...Sus manos no mienten. Usted es el padre de Claire ...¿Está muerta, verdad?

Sí, está muerta. Ahora ya está conmigo.

¡Por favor, Thomas, sáqueme de aquí!

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Uno de los coches patrulla de la ciudad de Derry aparcó delante de la "Mansión Bradley" y eso no podía ser un buen augurio. Thomas Bradley recibió la noticia del hallazgo del cuerpo de su hija justo antes de asistir a la iglesia. Se había refugiado en la religión con la esperanza de que sus plegarias contribuyesen a encontrar a Claire con vida, pero quedó claro que no había rezado lo suficiente.

El día del funeral estaba convencido de que algunas de las personas que le dieron el pésame habían sido cómplices de la muerte de su hija y en eso no estaba confundido. Su mujer, Anne Marie, adicta a los tranquilizantes desde la desaparición de Claire, al menos en público, no derramó ni una sola lágrima.

De todos modos, aquel día juró que no volvería a pisar una iglesia y no porque hubiese perdido la fe, sino porque lo que pretendía hacer no podía confesarse ni ser perdonado.

En los siguientes seis meses, realizó sus propias investigaciones, modificó su testamento, repartió sus bienes entre sus otros dos hijos y lo arregló todo para que, en caso de su fallecimiento, la familia quedase bien amparada. 

Leyó una vez más la carta que Robert Scott le había enviado, rezó una plegaria por su alma y decidió que aquel era el momento de empezar su pequeña cruzada. Seguía los pasos del profesor y, en su interior, intuía que tendría su mismo final.

Abrió el armero y extrajo una vieja escopeta junto con cuatro cajas de cartuchos corrientes. Si hubiese elegido cualquier otra arma, inevitablemente, llamaría la atención entre los expertos cazadores y, sobre todo, nadie en su sano juicio usaría cartuchos de diez dólares para cazar jabalíes en una zona como Rockland.  

Durante una hora, limpió y engrasó la escopeta, mientras recreaba en su mente los pasos que daría. Por primera vez en los últimos meses, esbozó una sonrisa.

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  —Una habitación individual, por favor —le dijo al recepcionista.

¿Para cuántos días?  —le pregunta éste.

Una semana, o poco más.

¿Cazador, no? En esta época tiene que sacar una licencia especial, le informarán en la oficina del sheriff.

Dio las gracias, recogió la llave y se dirigió rápidamente hacia su habitación. Debía descansar para afrontar sus próximos pasos.

Al día siguiente, se personó en la oficina del sheriff para realizar los trámites de la licencia de caza. En su documentación constaba el nombre de Thomas Manson, un antiguo compañero de clase, constructor y residente en Concord. Ya nadie en el pueblo desconocía su presencia. ¡Todo estaba en orden!

El primer día de caza decidió emplearlo únicamente a entablar relaciones con los lugareños. Ese día no quiso llamar la atención, para ello, incluso, dejó escapar a un ciervo del punto de mira de su escopeta. En cambio, el segundo, dio caza a un formidable jabalí que, tras hacerse la foto de rigor, regaló a un restaurante a cambio de una cena para cuatro. ¡Una buena forma de hacer amistades!

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Por cierto, ¿dónde se puede tomar una copa en buena compañía? —dijo mientras degustaban el postre. Su intención era sacarlos del restaurante y visitar el burdel.

Cerca de aquí hay chicas jóvenes y bonitas —su plan dio resultado —¡Vamos, Tom! —y, entre risas y carcajadas, hacia allí se dirigieron.

Fue el primero en entrar al "King´s Cross" y notó el peso de las miradas de todos los que allí se encontraban. Más tarde, el hecho de ir acompañado disipó la curiosidad de los presentes. Distinguió, incluso, alguna cara conocida del grupo de caza de la mañana y, en unos pocos minutos, ya se encontró mucho más cómodo.

A una orden del jefe de sala, dos chicas se acercaron para ofrecerles su compañía. Tras una breve presentación, Thomas y una de las chicas se sentaron en un reservado. Ella le cogió las manos y, en ese instante, supo que él estaba mintiendo.

¿Constructor? Usted no ha sujetado una pala en toda su vida. Sus manos no mienten. Es el padre de Claire —dijo la chica susurrando.

Sí. No me descubras —respondió él

Sabía que vendría. ¿Está muerta, verdad?

Sí, está muerta. Ahora ya está conmigo.

¡Por favor, Thomas, sáqueme de aquí!

¿Tienes quien te cuide cuando salgas de aquí? —preguntó Thomas.

No, no tengo a nadie. —respondió ella.

¿Has oído hablar de Derry?... Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras. Ahora, allí tienes tu familia. 

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Quince días después, el informe del perito judicial determinó que el incendio del "King´s Cross" había sido intencionado. En uno de los almacenes de bebidas, la policía encontró los cadáveres de los dueños del local. Nunca más se volvió a saber de las chicas. Ahora, todas estaban a salvo.



Esteban Rebollos (Diciembre, 2015)



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domingo, 20 de diciembre de 2015

[ 2' 50'' ] Desde la oscuridad





Abro los ojos, inspiro profundamente y los vuelvo a cerrar. A continuación, hago un chasquido con los dedos y el eco de ese minúsculo ruido me informa de lo que tengo alrededor. En mi mente se crea un mapa en donde los objetos aparecen como piezas de un puzzle.

A mi derecha se extiende una gran cristalera, aunque por las numerosas vibraciones provenientes de la sala colindante, me temo que me vigilan a través del típico espejo de sala de interrogatorio. El calor de dos lámparas de tubos fluorescentes se refleja sobre una mesa de seis u ocho plazas y, a excepción de algunas sillas diseminadas por la habitación, no hay más muebles.

De todos modos, lo realmente interesante no es lo que hay, sino quién está observándome en silencio desde el fondo de la sala.

«No creas que no te he visto.»

Si me está poniendo a prueba, no necesito verle para saber su aspecto. —le suelto, simplemente, para romper el hielo.

¿Y cuál es mi aspecto, profesor? —me pregunta, infundiendo cierto retintín en su entonación.

Mide casi dos metros, lleva chaqueta con coderas de cuero y zapatos de tafilete. Y, por cierto, está tomando codeína para calmar el dolor de esa antigua herida en su pierna izquierda. —le respondo tranquilamente con el único propósito de crispar sus nervios.

Profesor, permítame que me presente. Mi nombre es Edward Clark, agente especial. —Sé que miente pero le dejo continuar.

He comprobado los excelentes resultados que obtuvo durante los quince años que trabajó para la agencia pero en ninguno de los informes se menciona su faceta de adivino —oigo decir desde la esquina más alejada de la sala.

«Si quieres provocarme, lo has conseguido.»

¡No se confundaLa adivinación es un arte que dejo para otros. Me falta la vista pero el resto de mis sentidos están más desarrollados. —Hago una pequeña pausa teatral y prosigo diciendo:

Por cierto, ahora que he escuchado su voz, puedo decirle que nació en Houston, está casado y tiene los ojos azules —el último dato es solo cuestión de probabilidades.

¿Casado? —pregunta, de lo que deduzco que he acertado con el color de sus ojos.

Sí, lo delata el roce de la alianza de su mano derecha contra la taza de café caliente.

"Míster Simpatía" se acerca, intentando disimular su cojera, y deposita una voluminosa carpeta sobre la mesa.

¿Ha oído hablar del secuestro de Stephanie, la pequeña de los Bradford? —pregunta, ya de modo más formal.

¡Sí, claro! Un caso muy mediático. Once días alejada de su familia y todo el país a la espera de buenas noticias.

Se acerca más y, a esta corta distancia, percibo desde la sutil loción de afeitado hasta la suave fragancia del perfume dejado por su esposa al despedirse esta mañana.

«Donna Karan Black Cashmere. Excelente elección.»

En esta ocasión, el agente coloca una pequeña caja sobre la carpeta, diciendo:

Aquí tiene la cinta de audio donde indican las instrucciones para la entrega del rescate. Ha sido revisada por nuestro Departamento de Acústica Forense pero no hemos obtenido información relevante. ¿Puede ayudarnos?

Por supuesto. Eso sí..., necesitaré mi antigua sala 204, una jarra de café bien cargado y unas galletas para mi perro.

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Largos túneles bajo el edificio federal conectan salas, laboratorios y todo tipo de instalaciones secretas. Dos agentes me acompañan a través de los subterráneos hasta el estudio de sonido en el que yo mismo trabajé durante doce años. Por suerte, aún sigue operativo.

Sentado frente a mi antigua mesa de mezclas manejo los mandos con habilidad, analizo sonogramas, aplico filtros, separo las frecuencias, en definitiva, busco la huella "acústica" del secuestrador. No es el estudio con la tecnología más avanzada pero tiene lo imprescindible. Mientras tanto, acurrucado bajo la silla, mi perro se entretiene comiendo galletas de canela.

Tras casi cuatro horas de arduo trabajo, ya estoy preparado para mostrar mi informe al FBI.

El secuestrador ha utilizado una cinta magnética, de gran formato, que dejó de fabricarse a finales de los años ochenta. En ella no aparecen distorsiones por el paso del tiempo, no tiene cortes de montaje ni pistas borradas. Estamos hablando de un tipo muy cuidadoso con un sofisticado equipo de grabación.

Continúe, por favor —me dice el agente, mientras remueve su café.

Se trata de un hombre blanco, entre 35 y 38 años, de fuerte complexión, seguro de sí mismo y muy acostumbrado a hablar en público. Aunque intenta disimularlo, distingo un ligero acento sureño. Probablemente pasó su juventud en Louisiana y estudió en alguna buena universidad del norte —aclaro, intentando centrar la búsqueda.

De repente, realizo una larga pausa, cambio mi tono de voz y digo:
—¡No todas las noticias son buenas, agente Clark! Si la niña aún no ha muerto, no tardará en hacerlo.

¿Qué ha dicho?... ¡No puede ser! —el agente se pone nervioso, empieza a sudar, transpira codeína y derrama parte del café sobre su camisa.

Según dice, la tiene encerrada y no creo que vuelva a tener contacto con ella, a no ser que sea para liberarla. Eso me hace pensar que probablemente sea padre —explico con pesadumbre —Quizás el dinero no sea su única motivación, es más, creo que lo hace por venganza. ¡Eso lo vuelve más peligroso!

¿Está diciendo que el secuestrador conoce a los padres?

Diría que es un antiguo empleado del señor Bradford; seguramente, un alto ejecutivo despedido de alguna de sus empresas. De ahí, su gran resentimiento.

¿Qué debemos hacer?

Exigirle una prueba de vida; eso le obligará a verla. Paguen el rescate y, si tiene piedad, quizás les indique dónde encontrar a la pequeña. 
¡No tenemos mucho tiempo!

«Recoge y lárgate pronto.»

Tras una breve y distante despedida, despliego mi bastón, señal inequívoca de que nos ponemos en movimiento. Mi perro se levanta, agita el rabo mostrando alegría y se acerca por mi izquierda para que me agarre a su arnés. Cuando me levanto, el agente me interrumpe.

—¡Dígame, profesor! Con la cantidad de medios disponibles, ¿por qué cree que nos envió una cinta de audio prehistórica? —Me pilla desprevenido y necesito algo más que un instante para contestar.

Quizás no tenga wifi gratis... —yo mismo me sorprendo por dar esta estúpida respuesta a la vez que percibo un ligero cambio en su respiración.

«Has notado mi titubeo. Ahora sé que desconfías de mí.»

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Basándose en el informe que yo había elaborado, se asignó al caso un ejército de rastreadores, dos psicólogos forenses y un experimentado negociador en secuestros de menores.

Dos días después, y ante la duda de que la niña no apareciese con vida, la familia insistió en pagar los dos millones de dólares del rescate, siempre en contra de los consejos del propio FBI.

Por suerte, a las pocas horas del pago, la pequeña apareció en un centro comercial al sur de New Orleans, disfrutando de un helado y felizmente acompañada por su nueva mascota, un cachorro de labrador de color canela.

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¿Quién diría que una cinta grabada en esta sala sería tan rentable?

Tras cinco años de espera, no podía desaprovechar la ocasión. Por fin he encontrado el momento idóneo, el empresario adecuado y la familia perfecta. Esta es mi recompensa a tantos años de trabajo.

Siempre pensé que la mejor opción era la más sencilla. Gracias a una simple cinta de audio lo he conseguido; bueno, eso, paciencia y la certeza de que el FBI solo trabaja con los mejores.

Por cierto, nunca imaginé que dos millones de dólares ocupasen tan poco. A pesar de que mis ojos no puedan ver los billetes, mis otros sentidos los disfrutarán plenamente en alguna cálida isla del Pacífico.

"Eso sí, la próxima vez..., pediré cinco."

Esteban Rebollos (Diciembre, 2015)


domingo, 13 de diciembre de 2015

Lo nórdico está de moda




- Hay mañanas que no sé si levantarme o tragarme un bote de pastillas para acabar con todo.
¿Sabes por qué no lo hago? Por ti, porque la gente como tú me necesita.


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A estas alturas, todos sabéis que los géneros que más disfruto son el "policíaco" y el "suspense", ya sea como lector o como espectador; por este motivo, os quiero recomendar una saga de películas que se ciñen perfectamente al concepto que tengo de lo que debe ser un buen "thriller".

"Misericordia" (2013), "Profanación" (2014), ["Redención" (2016) y "Expediente 64" (2018), dos tres cuatro] películas danesas que muestran la decadencia del protagonista, la falta de empatía con los compañeros y un enfrentamiento continuo con sus superiores, todo ello dentro del típico ambiente lúgubre y oscuro que nos tiene acostumbrado el cine escandinavo.

Tras el éxito obtenido por Ikea, la saga Millennium de Stieg Larsson, la serie "El puente" y, por supuesto, las novelas de Camilla Läckberg han aparecido en el mercado una gran cantidad de autores suecos, noruegos o daneses con nombres impronunciables para el resto del mundo por debajo del paralelo 55.

Dentro de la colección de "Los casos del Departamento Q" del danés Jussi Adler-Olsen, en España se han publicado cinco novelas protagonizadas por el inspector Carl Mørk, jefe de la "Unidad especial de crímenes no resueltos", su ayudante de origen sirio, Hafez al-Assad y Rose, la eficiente y pelirroja secretaria.

Estoy esperando por una nueva entrega, que no dudo que la habrá, porque ya lo dicen los refranes:

¡No hay dos sin tres! Ni, ¡Tres sin cuatro!

Actualización (Diciembre, 2016): Efectivamente, el tiempo me ha dado la razón y este año se ha estrenado la tercera parte. "Redención", otra excelente película centrada en el secuestro de niños pertenecientes a una secta. Por supuesto, tanto argumento como fotografía, en la misma línea que las anteriores.

¡Una trilogía altamente recomendable!

Actualización (Diciembre, 2018): Nuevamente edito la entrada, esta vez, para incluir una cuarta película. "Expediente 64", estrenada en octubre y cuyo argumento se adentra en el siempre comprometido campo de los experimentos médicos. Tras la aparición de tres cadáveres momificados, el inspector y su ayudante se verán involucrados en un nuevo caso.

¡Una saga altamente recomendable!






domingo, 6 de diciembre de 2015

¡Sáltate el quinto mandamiento!






Comentario sobre "MATARÉ A MIS VECINAS"

- ¿Qué puedes hacer si tus vecinas te hacen la vida imposible?

- Una de dos: o mudarse o matarlas.

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Hay libros donde el propio título ya desvela parte de la trama; no hay duda de que éste es uno de ellos, por eso mismo, no voy a hacer la típica reseña sino que paso directamente al comentario.

Ekaterina T. Vasilieva nos trae la receta infalible para librarse de esos vecinos problemáticos que todos tenemos.

Se trata de una novela que se hace muy corta por lo ameno de su lectura. Lejos de los estereotipos de los relatos comerciales, y ambientada en una ciudad de provincias, nos lleva por situaciones cotidianas, totalmente verosímiles y resolviendo con mucho ingenio los "pequeños" problemas que ocasionan estas vecinas octogenarias.

Ekaterina, compañera de trabajo, intenta convencernos de que ésta no es la solución para solventar los problemas vecinales, aunque, hay que reconocer que la idea es sumamente tentadora.

¡Está claro que las soluciones drásticas son las mejores!

Destacar que es la segunda novela de esta autora. La primera, cuyo título es "Rus", es una novela histórica sobre el origen de las actuales Rusia y Ucrania, también publicada por "Círculo Rojo". Esta editorial facilita a los autores noveles dar a conocer sus obras con el propósito de hacerse un nombre en el mundo literario.

Enlaces relacionados:




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Te invito a volver cuando quieras para mostrarte las próximas entradas que escriba.
¡Gracias por tu visita!

sábado, 5 de diciembre de 2015

[ 2' 40'' ] ¡Maldito perro!



Lo que nunca me había pasado, sucedió ese jueves. Mi perro Zar estuvo inquieto toda la noche, corriendo por el pasillo, ladrando sin parar y revolviendo mi ropa; incluso, uno de mis zapatos apareció destrozado bajo la cama. Al acercarme a la puerta de casa, Zar se abalanzó sobre mí; me atacó, clavando sus colmillos en mi brazo, desgarrando la camisa y produciéndome un dolor indescriptible. En ese momento, la sangre empezó a salir a borbotones e intenté pararla con lo que tenía más a mano, como paños de cocina y toallas. Nada de eso funcionó; al final, lo único que cortó la hemorragia fue un torniquete improvisado con una de mis corbatas. Convencido de que la herida requería puntos de sutura, decidí llamar a un taxi para que me llevase al hospital más cercano.

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Son las 7:20, debería estar en el tren, camino del trabajo y, en vez de eso, estoy en la sala de espera de urgencias en compañía de un par de ancianos medio somnolientos que no paran de toser y una joven drogadicta a la que encontraron inconsciente en mitad del Paseo de la Castellana.

-Buenos días, ¿Qué le ha pasado? -me pregunta la enfermera, mientras me fijo en sus marcadas ojeras.

-Pues, verá, me ha mordido Zar, mi perro. No es agresivo pero esta noche ha estado bastante inquieto -le explico, cordialmente, justo cuando empieza a limpiar mis heridas.

-¿Está vacunado? -me pregunta.

-Sí, las tiene todas -le contesto, totalmente convencido.

-No, no me refiero al perro, me refiero a usted. ¿Ya le han vacunado contra la rabia? -me dice mostrando una pequeña sonrisa en sus labios.

-Pues, no. ¿Es necesario?... -pregunto, mientras empieza a vendar mi brazo.

-Es el protocolo pero, por suerte, no necesita puntos. ¡Espere aquí, por favor! Enseguida le vacunamos. Rellene los papeles del alta y podrá marcharse -me dice, mientras se aleja para ocuparse de otro paciente.

Otra vez tengo que esperar y mi mal humor, en vez de disminuir, aumenta. Me pregunto que hago aquí. Son las 7:40 y ya debería haber llegado a la estación.

-¡Maldito perro!, ¡Ya no le paso ni una más!, ¡En cuanto llegue a casa aviso a la perrera! -susurro para que nadie me oiga.

Aburrido de la espera, mi mente intenta distraerse y, lógicamente, inmerso en esta situación, solo puedo pensar en Zar.

La primera vez que lo vi, me emocioné como un niño. Envuelto en una mantita infantil, ocupaba tan poco que al intentar mecerlo temía que se escurriese de entre mis brazos. Fueron tiempos de biberón, mucho amor, olor a orina y alguna que otra noche en vela.

Después, mientras estaba en la Facultad, Zar fue el que me ayudó. En esas largas noches de estudio, cuando mis ojos se cerraban, el perro gruñía para mantenerme despierto porque sabía que, a eso de las tres de la madrugada, le recompensaba con la mitad de mi sándwich.

Luego llegaron tiempos convulsos para él... y para mí; una boda, dos hijos, un divorcio y, a pesar de que durante unos años dejó de ser el centro de atención, siempre supo ganarse nuestro aprecio; demostró su amor por los niños, protegiendo y cuidando de ellos. ¡Los tres se hicieron inseparables!

Desde la primera vez que lo vi han pasado doce años, ¡toda una vida! Ahora, sus patas apenas soportan su peso y su ceguera avanzada hace que recorrer la casa sea un desafío.

Por desgracia, no recuerdo la última vez que disfrutó de sus carreras por la Casa de Campo y sus largos paseos por El Retiro.

Aquellos tiempos ya han pasado y además, ahora se ha vuelto peligroso. -¡Maldito perro!- Hoy, me ha mordido a mí y otro día puede ser a los niños. Me duele mucho, pero creo que ha llegado el momento de sacrificarlo.

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Concentrado en mis pensamientos, de repente, el sonido de las alarmas y los teléfonos me sobresaltan. El reloj de la sala de espera marca las 8:10 cuando llegan, en coches particulares y taxis, los primeros heridos; momentos después, son las ambulancias las que traen a los más graves. Observo como los médicos y las enfermeras de las plantas superiores corren por los pasillos a unirse al personal de Urgencias.

Por los altavoces comunican que han habilitado algunas salas del sótano; así, pueden a atender a más víctimas. Decido echar una mano y guiar a aquellos heridos que deambulan desorientados por los pasillos. Los gritos de dolor ensordecen el ambiente mientras los regueros de sangre son la prueba indeleble de su paso por el hospital.

Entre los recién llegados, y a pesar de tener sus rostros manchados de sangre, algunas caras me resultan familiares. Reconozco al ejecutivo que a diario comparte el asiento de tren conmigo, a la pareja de jóvenes enamorados que van juntos a la universidad o a la asistenta que lee fotonovelas durante todo el trayecto hasta la estación de Atocha.

Entonces me doy cuenta, ¡Yo debería ser uno de ellos!

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Han pasado varios años desde aquel 11 de marzo y acabamos de enterrar a nuestro perro. Desde entonces, lo hemos cuidado con todo nuestro cariño.

«¡Gracias a Zar, mis hijos aún tienen padre!»

Esteban Rebollos (Diciembre, 2015)

En memoria de las personas que aquel día vieron truncada su vida.

En apoyo de aquellos que cumplieron más allá de su deber.