lunes, 23 de noviembre de 2015

[ 2' 30'' ] Hielo en el corazón - Serie Maine (III)



Daban las diez de la noche cuando Robert Scott entró por la puerta del despacho del sheriff. Sus lentos pasos y su aspecto abatido eran muestra del sufrimiento por el que estaba pasando. 

Ante él apareció una estancia sobria, unos cuantos muebles pasados de moda y una alfombra envejecida por el paso del tiempo. De entre todos los enseres, el único elemento que llamó su atención fue el gran sillón de piel de búfalo en el que se encontraba sentado el sheriff.

Al verle aparecer, Raymon Stalker colgó apresuradamente el teléfono y con un simple movimiento de cabeza le indicó que pasase. El sheriff hizo una profunda y pausada inspiración, mientras sus ojos se posaban en el pobre hombre que tenía ante sí, diciendo,

- ¡Adelante, Rob! Me acaban de pasar unas breves notas sobre el caso pero, por favor, me gustaría que  me lo explicases tú mismo.

- Por supuesto, Ray, te contaré todo, todo lo que he averiguado - Robert se quedó pensativo durante unos instantes y, tras esa pausa, empezó a relatar su historia.

Esta mañana, camino del trabajo, me paré en el pequeño puesto de la terminal de autobuses a comprar el periódico. Tras pagar, guardé la vuelta en mi billetera y, como cada día, seguí andando hasta el instituto.

A la hora del café decidí tomar un "capuccino" en el Starbucks de la esquina y, al pagar, me dí cuenta de que el billete saqué de mi cartera tenía algo escrito; eso llamó mi atención - explica con emoción - El mensaje fue demasiado inquietante para entregarlo y, al final, opté por abonar la consumición con monedas. En el billete estaba escrito,

"ME OBLIGAN A PROSTITUIRME EN UN LUGAR LLAMADO KING´S CROSS.
SOY ANNE CLAIRE BRADLEY. POR DIOS, AYUDADME"

Aunque el mensaje podría ser falso, ese nombre me era familiar y no pude concentrarme en las clases a lo largo de toda la mañana. Estuve buscando entre los antiguos expedientes y anuarios, sobre todo, en las orlas de fin de curso del instituto de Bangor. Después de ver aquellas fotografías, por fin recordé su rostro. Yo mismo le impartí clases durante dos cursos - a continuación extrajo de un sobre una pequeña libreta donde había anotado todos los resultados de su investigación y empezó a leer de seguido.

- Anne Claire Bradley, 22 años, desaparecida hace 14 meses, estudiante de la Escuela de Arte en Portland. Nacida en Bangor, Maine, Padres: Anne Marie (canadiense / ama de casa) y Thomas J. Bradley (estadounidense / empresario) - aunque había recopilado más datos, decidió que era momento de parar para no abrumar al sheriff.

Seguidamente, cambió el tono de su explicación y así, recuperar la atención de Stalker, diciendo,

- En cuanto al "King´s Cross" he podido averiguar que es un burdel en las inmediaciones de Rockland. Es una zona de cazadores furtivos y destilerías clandestinas; en fin, gente pendenciera que no temen a la autoridad.

Robert Scott hizo una pausa, respiró profundamente y bebió con ansiedad el vaso de agua que estaba sobre la mesa. A continuación, miró al sheriff de reojo para comprobar si se mantenía atento a su explicación y este asintió para indicarle que continuase.

- Esta tarde fui a Rockland. Estuve en el "King´s Cross" y allí encontré a Claire, junto con otras chicas...

- ¿Pudiste hablar con ella? - le interrumpió antes de que Robert acabase la frase.

- No, no me atreví. Es el típico local donde miran mal a los forasteros y no era momento para hacerse el héroe. Tomé un par de copas y me marché rápidamente. Tienes que ayudarme a sacarla de allí. ¡Sólo confío en ti! - explicó ansioso

- ¿Irás a buscarla, no? - preguntó esperando una respuesta afirmativa.

- Te has arriesgado mucho, Rob, podrían haberte descubierto. A partir de ahora, debes dejarlo en manos de la policía.

- Ray, ¡Esa no es la respuesta que esperaba! ¡Debes salvar a esa chica!, ¡a todas!

- No, no he dicho eso. No te preocupes, voy a enviar un par de coches patrulla al "King´s Cross" y la sacaremos de allí. Pero antes de eso, ya sabes... está todo el maldito papeleo - respondió el sheriff.

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Stalker abrió el cajón de su escritorio y sacó una botella ya empezada de Jim Beam Black Label. Se acercó a la persiana y, mirando a Rob a través de sus lamas, se sirvió una copa. A continuación, se reclinó en su cómodo sillón de piel y disfrutó del bourbon, incluso sabiendo lo que estaba a punto de suceder.

Al salir de la comisaría, un escalofrío recorrió el cuerpo de Scott y, solo entonces, tuvo la sensación de que algo no iba bien. De regreso a casa, se desvió hasta el buzón de correo más cercano y allí depositó un sobre.

Unos minutos más tarde, el sheriff pudo oír los disparos que obligaron a reposar el alma de su amigo Rob sobre los escalones de la entrada de su propia casa.

- ¡A tu salud, amigo, a tu salud! - dijo el sheriff esbozando una tenue sonrisa.

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Veinte minutos más tarde, el ayudante del sheriff, James Dawson, entró en la comisaría aterido por el frío de esa noche. Vio la botella de Jim Beam, rellenó el vaso que se encontraba sobre el escritorio y apuró el bourbon de un sólo trago.

- ¡No vuelva a hacerme un encargo como este! - dijo a su jefe - ¡Rob y yo fuimos amigos!, ¡Más aún! ¡Casi como hermanos!

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Dos días después y muy lejos de allí, el cuerpo sin vida de la joven Claire descansaba en la orilla canadiense del lago Ontario.

(Continuará...)



Esteban Rebollos (Noviembre, 2015)



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sábado, 21 de noviembre de 2015

[ 3' 10'' ] Fría noche en Derry - Serie Maine (II)




James releyó la carta que había escrito siete años atrás. Sacó la estilográfica Montblanc que ella le regaló en su primer aniversario y añadió una última frase. A continuación, con sumo cuidado, plegó la hoja en tres partes iguales y la introdujo nuevamente en el sobre. Durante unos instantes recordó tiempos mejores y una sonrisa de felicidad se reflejó en su cara.

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Sentado en aquel rincón, se sentía cómodo. El bar era ya parte de su propio hogar. En cualquier local que entrase se sentaba mirando hacia la puerta principal, con la espalda pegada a la pared y lo más cerca posible de la salida trasera. Había sido ayudante del sheriff y aún mantenía las costumbres de antaño. Desde hacía más de quince años aquella mesa era su preferida; la utilizaba en exclusividad desde que se encaró, pistola en mano, con un universitario que pretendía aprovechar aquel rincón para preparar los exámenes de fin de curso.

Sólo sentía el regusto a madera tostada durante los primeros tragos. Luego, su boca, anestesiada por el alcohol, ya no distinguía entre un Jack Daniel´s Single Barrel o un whiskey de esos que venden en botella de plástico. A pesar de llevar una hora en el bar no había cruzado una palabra con nadie, ni tan siquiera con la camarera. No hacía falta, le sirvió el bourbon de siempre junto con una sonrisa. Consideraba que todas las conversaciones de bar trataban sobre cosas banales, limitándose a tres o cuatro temas de hombres, entre ellas, hablar de mujeres y, en una ciudad tan pequeña como ésta, siempre era peligroso hablar de mujeres.

Al fondo, un viejo televisor mostraba imágenes de la guerra. Eran secuencias edulcoradas, censuradas por la propia cadena de televisión. Desde su rincón no distinguía más que manchas moviéndose dentro de una caja. Su miopía se había acentuado y las gafas requerían ya una nueva graduación. Por suerte, en las distancias cortas se desenvolvía perfectamente. Había echado un vistazo al periódico local, leyendo someramente los titulares, sin profundizar en las noticias. Derry no era una ciudad demasiado alegre, aunque frecuentemente, había curiosas historias que contar. Era un lugar mágico.

Miró su reloj. Ya era hora de irse. Apuró el trago con desgana, sabiendo que no le iba a causar ningún placer ese último sorbo. Dejó un billete de diez dólares sobre la mesa, apresado por el vaso vacío, y salió de “Falcon” sin despedirse. A pesar de su conducta solitaria, era muy apreciado por todos los habitantes del condado desde que, en su época de ayudante del sheriff, había sido un héroe. Fue el primero en llegar al Holiday Inn. Consiguió salvar de una muerte segura a April Whitaker, la joven recepcionista del hotel, cuando el establecimiento se incendió una fría noche de noviembre. Desgraciadamente, dos  personas murieron en el suceso y sus cadáveres nunca pudieron ser identificados.

El Consejo de la ciudad de Derry decidió concederle una condecoración al Mérito Policial por su hazaña, otorgándole la medalla de oro, una pensión vitalicia y obsequiándole con un reloj Omega SpeedMaster. Aquella fría noche consiguió la admiración de todos pero las graves quemaduras en manos y cara le obligaron a despedirse de su vocación, ser agente de policía.

Caminaba por la avenida Costello tambaleándose, tropezando a cada paso y apoyándose en las paredes para mantener el equilibrio. Mantuvo una conversación ininteligible consigo mismo durante todo el camino. Recorrió Kossuth Lane hasta llegar a Los Barrens y allí, apoyado en la barandilla inspiró aire queriendo limpiarse por dentro, intentando expiar sus pecados. Estaba decidido a acabar con todo. Darse un último baño en el Ken Duskeag; un riachuelo en verano, pero un gran río en invierno. Esa noche era el aniversario del incendio y sabía que no quería permanecer el resto de su vida enclaustrado en aquel cuerpo deforme pero, sobre todo, no quería vivir preso de sus propios remordimientos.

Sacó del bolsillo interior de su abrigo el sobre algo arrugado, lo alisó con la mano menos dañada. Después, con mucha calma lo apoyó sobre el banco del parque. De pronto una racha de viento tiró del sobre como intentando robárselo, y él, en un acto reflejo, consiguió agarrarlo al vuelo. Se quitó el reloj, y a modo de pisapapeles, lo posó encima del sobre asegurándose de que no volara nuevamente. El frío reinante calaba sus huesos hasta lo más profundo de su ser y a pesar de esto, no dudó ni un momento en proseguir con su cometido. Se introdujo en el agua y su cuerpo desapareció en la oscuridad. Sólo la noche fue testigo de su cuerpo recorriendo el canal, atravesando Bassey Park y apareciendo, unas horas más tarde, en la orilla del río Penobscot.  

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Al día siguiente, un muchacho, abrigado hasta las orejas, encontró los objetos sobre el banco. Miró el reloj, lo sopesó como queriendo calcular su valor y, al final, lo colocó en su muñeca. Al contacto con el metal helado el joven sintió un escalofrío. Rompió el sobre por uno de los laterales y extrajo la carta. Leyó sin mucho interés las palabras mecanografiadas hasta que su vista se centró en la única línea que estaba escrita a mano:
  “Soy culpable de la muerte de mi mujer y su amante”.

No comprendió su significado. Comprobó que no había nadie a su alrededor, hizo una bola con el papel y la arrojó al río. Se marchó sonriente, disfrutando de su nuevo hallazgo.

A pesar de todo, en su epitafio se puede leer:
 “James Dawson - Aquí yace un héroe - Orad por su alma



Esteban Rebollos (Noviembre, 2015)



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miércoles, 18 de noviembre de 2015

[ 3' 50'' ] Turno de noche - Serie Maine (I)






El nuevo ayudante del sheriff, James Dawson, había sido recomendado vehementemente por el alcalde. Su amistad se remontaba a la época en la que combatieron juntos. Y juntos habían compartido dolor, mujeres y metralla, todo ello, a partes iguales.

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En la recepción del hotel, la joven April Whitaker, miraba constantemente el reloj colgado sobre la puerta de entrada. Estaba tan ansiosa por encontrarse con James que no notaba pasar el tiempo. Siempre le habían atraído los uniformes y en Derry, a excepción del cuerpo de bomberos y los agentes de policía, ningún otro colectivo los usaba.

La chica descolgó el teléfono y marcó el número de la comisaría. A esas horas solo un ayudante permanecía de guardia en el turno de noche y ese no era otro que James Dawson. Él también estaba ansioso por recibir la llamada pero dejó sonar el teléfono lo justo para no quebrar la paciencia de April y, al descolgar, contestó con el tono habitual de un funcionario, para darse más importancia. A pesar de sus veinte años, al otro lado de la línea se encontraba una chica ilusionada como una adolescente.

Dawson desconectó el walkie de su base de carga, comprobó que tenía suficiente batería y lo enganchó en el cinturón junto al revólver. A continuación, descolgó el abrigo de la percha y se puso el sombrero que había dejado sobre el escritorio. Mientras cerraba con llave, viendo sus arrugas reflejadas en  el cristal de la puerta, se preguntó si no sería mayor para una relación con una chica quince años menor que él.

Una vez en el coche patrulla, conectó la emisora y salió del aparcamiento con la intención de hacer la ronda nocturna. Circuló despacio por la calle más concurrida y se paró a recoger un café en el único "take-away" abierto a esas horas; todo ello, únicamente para dejarse ver. Más tarde recorrería los sinuosos caminos de Bassey Park para volver con el vehículo lleno de barro. Ese trayecto ya justificaba su salida de la comisaría esa fría noche de noviembre.

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Un Chevy Camaro SS del '67 entró en el aparcamiento del Holiday Inn y estacionó en una de las amplias plazas frente a la zona de bungalows. April reconoció el coche de Brenda al pasar frente a la recepción e intuyó que esa noche habría problemas. Del automóvil se bajó una pareja, demasiado acaramelada como para ser un matrimonio. Las parejas no elegían ese hotel porque se encontrara alejado del centro, ni alejado de las habladurías de los vecinos de Derry sino por sus camas tamaño "king size", idóneas para noches de pasión.

La mujer llamó a recepción para que les sirvieran una botella de bourbon, un paquete de Marlboro y mucho hielo. Supongo que el hielo sería más para enfriar el tórrido ambiente que la propia bebida. Cuando Brenda abrió la puerta para recoger el encargo, no reconoció a April. Hacía tanto tiempo que había abandonado Derry que ya ningún rostro le era familiar. Su nueva vida en el condado de New Hampshire, como escritora de éxito, la hacía codearse con la clase selecta de aquella ciudad y solo se relacionaba con la plebe cuando necesitaba documentarse para un nuevo libro, como era el caso.

Brenda Swan alquiló el apartamento para toda la semana. Las noches anteriores había dormido acompañada por distintos hombres y esta noche tampoco sería diferente. Había conquistado a un empresario que perdía al "Blackjack" en el casino de Ocean Boulevard y se ofreció gustosa a mitigar su mala suerte, al menos, durante unas horas. Aquella noche él no solo perdería su dinero.

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Dawson estaba deseoso de acabar su ronda por Bassey Park y dirigirse al Holiday Inn al encuentro con April. Este tipo de escarceos amorosos se repetía con la joven, al menos una vez por semana, desde hacía un año. Aunque los dos estaban libres, el ayudante no quería dar a conocer su relación ya que la diferencia de edad no estaría bien vista por los puritanos de la ciudad y eso podría perjudicarle en la próxima elección para el cargo de sheriff.

Aminoró la velocidad justo al acercarse al aparcamiento y, nada más entrar, descubrió su antiguo Camaro a pesar de encontrarse estacionado en la zona más oscura. Dawson intentó no perder la calma y se dirigió a la recepción mientras soltaba improperios por su boca. Una vez allí, increpó a April, diciéndole

Sabías que esa puta estaba aquí. Deberías habérmelo dicho. ¡Después de lo que hizo con mi hijo, la mato! —le gritó a una April arrinconada tras el mostrador.

¡James, por Dios! Ven conmigo, ¡Olvídate de ella! - dijo asustada

Dawson no entró en razón y gritando le exigió la llave maestra que utilizaba la gobernanta, esa que provoca la envidia entre todas las limpiadoras. El aumento de la presión sanguínea se reflejaba en todo su cuerpo y con cada latido, su ira aumentaba. No podía perdonar lo que había hecho y desde hacía seis años solo pensaba en la venganza.

Parado, delante de la puerta y revólver en mano, contó hasta cinco antes de girar la llave. Sabía, por experiencia, que el factor sorpresa le proporcionaría unos inestimables segundos de ventaja. Ya se había encontrado en situaciones similares durante sus actuaciones como agente.

Se la encontró en la cama, fumando, tapada únicamente por una sábana. Esa imagen le hizo recordar tiempos mejores, cuando Brenda se apellidaba Dawson y estaban recién casados. Esos fueron los únicos buenos momentos en su relación, antes de abortar voluntariamente el hijo tan deseado por James. A continuación solo hubo lugar para el divorcio. 

La ventaja adquirida al principio se desvaneció durante esos breves momentos de ensoñación. Tras él surgió un hombre que le asestó un puñetazo en los riñones. No contaba con ello ya que April no le había advertido que estaba acompañada, aunque él debería haberlo supuesto. 

El dolor hizo que se doblase y perdiese su arma reglamentaria. Tumbado en el suelo recibió varias patadas y, por suerte, pudo llegar a la pequeña pistola que llevaba en el tobillo derecho. Se giró sobre sí mismo y disparó dos veces al pecho del hombre; éste se desplomó y fue a dar con su cabeza junto a la puerta de la entrada.

Tras incorporarse vio como Brenda le lanzaba la botella de bourbon y en un acto reflejo la golpeó al vuelo con su arma, rompiéndose en mil pedazos e impregnando de alcohol todo su cuerpo. Un nuevo vistazo a su exmujer le hizo sentir pavor; ella le lanzó la colilla de su cigarrillo, aún humeante, y su cuerpo empezó a arder. Dawson disparó nuevamente su arma antes de que el apartamento se quemase por completo. Fue April quien le sacó de allí. 

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Una breve llamada del alcalde de Derry al periódico local fue suficiente para persuadir al redactor jefe de que modificase los titulares previstos. Por cierto, ya de paso, también le convenció de que no mencionara la aparición de los dos cuerpos calcinados, todo ello, por mantener el buen nombre de la ciudad.


Al día siguiente la edición matinal del "The Bangor Daily News" daba la noticia de un trágico suceso:

"Héroe local sufre graves quemaduras tras salvar la vida a la joven recepcionista del Holiday Inn."





Esteban Rebollos (Noviembre, 2015)



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domingo, 15 de noviembre de 2015

[ 3' 30'' ] Cuestión de Matemáticas



Sentado en una camilla de Urgencias, intento recordar cómo he llegado a esta situación. En mi historial médico solo figuran un par de intervenciones; una rotura de brazo cuando tenía doce años y una herida causada por metralla durante una escaramuza en combate. Por suerte, ninguna de aquellas lesiones me ha dejado secuelas.

«Eso creo»

No es la primera vez que me encuentro en una circunstancia parecida. A los diez meses de mi incorporación en el Ejército, me enzarcé en una pelea con un veterano y me defendí a navajazos. Un tribunal militar estudió mi caso y, para evaluar mi cordura, tuve que realizar un par de exámenes psicológicos. Aquello no afectó a mi carrera pero me gané un gran número de enemistades entre mis superiores.

«¡Que les jodan!»

Mientras espero, palpo mi cuerpo en busca de alguna zona dolorida. Intento discernir si mi dolencia es física o mental. Por suerte, un ligero escozor en la frente y un zumbido en los oídos confirman que mi cabeza aún rige perfectamente. Me consuela saber que no estoy aquí por haber perdido el juicio.

«¡Menos mal!»

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"Seis rehenes liberados y dos atracadores abatidos en un operativo de las Fuerzas Especiales. Ampliaremos la noticia en una próxima conexión." -escucho desde el televisor de la sala de espera.

-Ha sufrido un fuerte golpe y permanecerá en observación unas horas, ¿se siente bien? -me pregunta, amablemente, una joven enfermera.

-Solo un poco mareado. Nada importante. Pero, por favor, tutéame -le respondo con una amplia sonrisa mientras intento localizar mi herida.

-¡No, no te toques! -exclama- Te hemos dado siete puntos -. En ese momento, a través de megafonía, requieren sus servicios y, mientras se aleja, me dice: -¡Enhorabuena! ¡Qué suerte has tenido, soldadito!

Después de unos minutos, observo como se abre la puerta y entra un "capo"; sus galones le delatan. Intento incorporarme para saludar, pero la cabeza me da vueltas, mis músculos no responden y caigo, nuevamente, sobre la camilla.

-No se levante, soldado. ¡Vaya la que ha liado! -me dice en tono paternalista, mientras ojea el informe médico. -Ligero traumatismo craneal con posible amnesia temporal -le oigo susurrar entre dientes.

-¿Qué ha sucedido, mi capitán?

-Bueno, algo ya recuerda. Por lo pronto, sabe mi graduación. -replica mientras esboza una ligera sonrisa.

-Está claro que pertenece a "Operaciones Especiales", la élite. ¿De dónde ha salido usted?, y, por cierto, ¿cuál es su rango?

-No lo recuerdo, mi capitán. Ya sabe... nos quitamos los galones cuando estamos de misión.

-Al menos, ¿recordará dónde ha servido?

-Perdone, mi capitán. Me temo que eso no puedo decírselo.

-¿Qué no puede decirme, qué...?

-Lo siento. Se supone que son guerras en las que nunca hemos estado.

-Entonces, ¿qué coño hacían allí?

-Funciones de asesoramiento, mi capitán. -contesto con una sonrisa maliciosa.

-¡No me joda! ¡No me venga con hostias! Bosnia, Kosobo, Irak, a eso yo lo llamo "guerra sucia". -dice recalcando cada palabra -¿Acaso somos "hermanitas de la caridad"?

-Por supuesto que no, mi capitán. -respondo, pero esta vez, con tono airado.

-Así que... tenemos a un jodido "Boina Verde", salido de la nada, con equipo de camuflaje, armado hasta los dientes y con la cabeza en blanco. ¿Sabe dónde se ha metido? Sería más fácil pegarle un tiro que rellenar todo el papeleo que me va a ocasionar.

-¿Estoy arrestado, mi capitán?

-No, no lo está. Tengo órdenes de custodiarle hasta que vengan a por usted. ¡Se nota que cuidan de los suyos!

-¿Qué ha pasado, mi capitán?

-¡Joder, no me lo puedo creer! -exclama -Llega el puto "Rambo", le corta el cuello a un atracador, le pega un tiro a otro, y va, y no se acuerda. ¡Usted está muy jodido, pero que muy jodido!

-¿De veras? No lo recuerdo -acierto a decir, sin guardar el protocolo.

-Le van a poner una medalla de medio kilo por liberar a los rehenes y me pregunta ¿qué ha pasado? Seis rehenes, ni uno ni dos, ¡seis! -grita.

Por suerte, suena el teléfono, descuelga y, tras un minuto escuchando al interlocutor, le noto cierto nerviosismo al responder:

-Sí, señor. Inmediatamente.
¡A sus órdenes, mi general!

El capitán se gira hacia mí y dice, señalando mi equipo.

-Las armas se quedan. Ya se las mandarán cuando terminemos con el papeleo. ¡Venga, arreando! -me ordena, mostrando cara de enfado. -¡Márchese!, ya nos veremos. ¡Quizás sea yo quien le imponga la medalla! -dice, aunque no percibo mucho convencimiento en sus palabras.

-¡A sus órdenes, mi capitán! -exclamo mientras me cuadro ante él.

«¡Es hora de largarme! ¡Hay que zafarse!»

Me doy la vuelta, salgo rápidamente e intento recorrer los pasillos sin llamar la atención. Casi llegando a la salida, me cruzo con la enfermera que se despide de mí, lanzándome un beso.

«Tranquilo, soldadito, nos volveremos a ver» -imagino que me dice mientras la veo alejarse por el pasillo.

Una vez en la entrada del Hospital Militar, espero impaciente a que vengan a recogerme. Está oscureciendo y, aún así, siguen llegando unidades móviles para cubrir la noticia.

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-Joder, tío, estaba esperando que me sacases de allí. -le comento a mi binomio.

-Ha sido complicado localizarte. He tenido que hacer muchas llamadas y engañar a mucha gente. -explica con calma -¡Menos mal, que estaban demasiado ocupados con lo del atraco!

-¿Tienes todas las bolsas?

-Sí, están en el maletero. ¡Cinco millones a repartir!, ...ahora entre dos. ¿Por qué los mataste si pertenecían a nuestro batallón?

-Después te lo cuento, ¡Vamos, rápido!

"Noticia de última hora. El caso del atraco frustrado ha dado un giro inesperado. Según informa la policía, los atracadores han sido cuatro militares pertenecientes al Grupo de Operaciones Especiales. Las cámaras de seguridad muestran como dos de ellos fueron asesinados por sus propios compañeros en el interior de la sucursal. Brigadas policiales han iniciado la búsqueda de los dos soldados que huyeron con el botín." -escuchamos por la radio del 4x4.

El trayecto se me está haciendo interminable. Mi mente da vueltas a un pequeño problema matemático. Es hora de solucionarlo.

-¡Detente! ¡No me encuentro bien!

-¿Ahora? Falta poco para llegar, ¿no puedes esperar?

-Y a ti, ¿qué cojones te importa? ¡Para, ya!

Por fin, mi compañero detiene el "Humvee" en el arcén. No puedo esperar. Saco mi cuchillo de combate y, de un rápido movimiento, le rebano el cuello. Me mira con cara de asombro mientras ladea la cabeza.


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«¿Cinco millones? Cinco, no es divisible entre cuatro, ni tres, ni tan siquiera entre dos. ¡Joder, qué número tan malo de repartir!»


Escondo su cuerpo tras unos matorrales y prosigo mi camino; eso sí..., ahora, solo pensando en la joven enfermera.

Esteban Rebollos (Noviembre, 2015)


sábado, 14 de noviembre de 2015

[ 2' 40'' ] Parque Rivadavia



Recorrer el parque al calor del verano y pasear entre los puestos de venta de libros son algunos de esos pequeños placeres que disfruto cuando visito el barrio de Caballito, en pleno corazón de Buenos Aires.

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Para él, la lectura era la mejor manera de evadirse del mundo cotidiano. Con un libro en las manos, sus problemas desaparecían como por arte de magia. A pesar de no tener dinero, se paraba en cada tenderete, rebuscando entre cajones llenos de novelas, discos de vinilo y libros de segunda mano.

Solía leer novelas baratas que se encontraba en la calle y aquellas que le regalaban por tener las portadas deterioradas. De vez en cuando, si aparecía algún libro interesante en un puesto, no dudaba en pasar veinte minutos leyendo de pie, hasta que el dependiente le llamaba la atención.

Aquí no se prestan libros, pibe. Si querés leer, garpalos. ¿Tenés guita? —le decía para ahuyentarlo.

Y al día siguiente volvía para intentar leer el resto del libro, pero la mayoría de las veces encontraba que el ejemplar se había vendido o que el espabilado tendero lo había escondido tras el mostrador.

Cada día esperaba encontrar el libro de su vida, aunque dudaba mucho que pudiera comprarlo. Sus ahorros se limitaban a unos pocos pesos guardados en una lata de tabaco "Puro Argentino".

Conocía cada puesto del Parque Rivadavia; sabía quién vendía libros de segunda mano, quién libros nuevos a precio desorbitado y quién tenía revistas exclusivamente de mujeres, de mujeres a medio vestir. Podía recorrer los pasillos con los ojos cerrados, encontrar los más remotos tenderetes y reconocer al habitual carterista de fin de semana.

¡Che, pibe, vení para acá! —escuchó a lo lejos.

El muchacho levantó la cabeza e hizo un ademán de sacarse el forro de los bolsillos hacia afuera demostrando que no había robado nada.

Vení, ¿querés ganarte unos pesos? —le preguntó el dueño del puesto 25, Sergio Daniel.

Bueno, sí... ¿Qué tengo que hacer? —respondió el muchacho, dudando.

¿Conocés a Pablo César Cafaro?

Sí, obvio..., Cafaro, puesto 84, el que está frente a la calesita. —respondió sin demora.

Llevale estos libros, los está esperando. —Y le puso una gran pila de libros nuevos en los brazos—. ¡Que no se te vayan a caer! Después volvé que te tiro unos pesos.

Al verlos, las pupilas del muchacho se dilataron como quien ve una mujer hermosa acercarse. En sus brazos se encontraban, al menos, dos libros de Stephen King, de tapas duras y solapas de brillantes colores. Esos fueron los quedaron bajo su mentón, pero estaba convencido de que el resto serían igual de buenos. Tenía, ante sí, los libros más maravillosos que había visto en su vida.

Sin perder más tiempo, salió apurado, desapareciendo entre el gentío.

Va a perder como en la guerra, don Sergio —le dijo el joven que atendía el puesto contiguo.

Bancá un cacho que todavía no volvió —respondió el dueño.

El borrego ese no vuelve.

Pasaron diez minutos y el muchacho aún no había regresado.

Se lo dije, capo. Tendría que haberle dado otros. Esos que le dio taban buenos.

Sergio Daniel hizo como si no lo hubiese escuchado y siguió colocando libros de segunda mano en la estantería.

Señor, ¡lo siento! Cafaro no estaba y tuve que esperarlo. —no le vieron acercarse y oír su voz fue toda una sorpresa.

No quiso los libros. Le mandó de vuelta todo y me pidió que le dijera que usted ganó la apuesta —atinó a decir el muchacho con la voz entrecortada por la carrera.

Sergio Daniel esbozó una sonrisa y prosiguió.

Gracias, ¿cuánto te dije que te daba?

No me dijo, señor —respondió el muchacho.

Sergio Daniel sacó un rulo de billetes y extrajo uno de veinte pesos.

¿Suficiente? —le preguntó, esperando la contestación del muchacho y sabiendo que los recuperaría por haberle ganado la apuesta a su amigo Cafaro.

El chico asintió, lo pensó mejor y le dijo:

Si me deja leer los libros, le prometo tratarlos bien y no arruinarlos. Me quedo acá sentado y no me oirá ni respirar.

A partir de ese día, su amistad se forjó sobre la confianza. Lo que al principio fue una ayuda exclusiva de los fines de semana, se transformó en una colaboración diaria en el puesto 25 del Parque Rivadavia.

De vez en cuando, Sergio Daniel le decía:

¿Vamos de canje? —Y recorrían el resto de los establecimientos en busca del libro de su vida.

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Gracias por darme la oportunidad de crecer rodeado de libros, descubrir los fantásticos mundos que otros imaginaron y transmitirme su amor por la Literatura.

Veinte años después, a pesar de la distancia, Sergio Daniel Maganas García y yo seguimos siendo amigos.

Esteban Rebollos (Noviembre, 2015)

Notas del autor:

Sergio Daniel, de verdad me hubiese gustado ser ese muchacho.

A Pablo César Cafarogracias por tu apoyo.

Y, por último, a Camilo Perotti y Luciana Elsa Bonzo Suárez
por vuestra inestimable ayuda con el lenguaje popular porteño.

domingo, 8 de noviembre de 2015

[ 4' 40''] La curiosidad...




Sentado en la terraza del bar, Jacob decidió leer el periódico local mientras esperaba por una taza de café bien caliente. Ojeó las primeras páginas sabiendo que no encontraría ninguna oferta de trabajo hasta llegar a las hojas de color sepia y, una vez allí, repasó cada línea en busca de algún anuncio que llamase su atención.

Desde que se graduó no pudo encontrar un empleo a tiempo completo. A veces, se preguntaba por qué había elegido una carrera como Filología Inglesa, con tan pocas salidas profesionales. Seguramente, las cosas habrían mejorado si, en vez de seguir estudiando como quería su padre, hubiera buscado trabajo al finalizar el bachillerato. Ahora vivía, sin grandes lujos, gracias al sueldo como periodista de su esposa, Samantha.

Siguió leyendo el resto de los anuncios sin hallar nada de interés, así que, pasó las páginas rápidamente en busca del crucigrama. Se lo encontró a medio hacer y, como siempre, lo terminó tras corregir algunas palabras incorrectas. De pronto, sus ojos se fijaron en un pequeño recuadro. Aunque se trataba de otro anuncio por palabras, lo que encontró escrito parecía exclusivamente dirigido a él.

"Jacob, llámame. 1-808-CALLME"

El texto, realizado con letra cursiva, casi femenina, le llevó a pensar que podría tener una admiradora secreta. Instintivamente, miró a su alrededor, comprobó que no había ninguna mujer en el local y, por supuesto, descartó la idea. Había visto anuncios similares, con textos provocativos, que casi siempre escondían una campaña de marketing bien organizada o un número de teléfono de alguna casa de apuestas. De todos modos, recortó el anuncio con cuidado y lo guardó en su cartera, sorprendentemente, tras la foto de su esposa.

Decidió volver caminando por Cedar Street, paseando bajo los árboles para protegerse del abrasador sol de verano. Solo daba ese rodeo cuando no había nadie esperándole en casa y esto sucedía, últimamente, demasiado a menudo. Preparó algo para comer y esperó a que Samantha volviese de una reunión de empresa para tomar un café con ella. El resto de la tarde lo pasó organizando los trastos viejos del garaje; olvidando, por unas horas, los problemas económicos que empezaban a tener.

Por la noche, con Samantha ya acostada, recordó el enigmático mensaje y una extraña ansiedad se apoderó de él. Mientras la intranquilidad continuaba minando su interior, sonaron las dos de la mañana en el reloj del salón. Decidió que tenía que acabar con eso, se levantó, sacó el recorte de su cartera y se dirigió a la cocina. Tras descolgar el teléfono y dudar un instante, marcó el número. Una voz femenina respondió desde el otro lado:

"En estos momentos no puedo atenderte. Por favor, Jacob, llámame de nuevo".

No comprendió el mensaje y supuso que su curiosidad vendría reflejada como un cargo de unos pocos dólares en la próxima factura del teléfono, no le importó. Hizo una pequeña bola con el papel y la tiró a la basura; con ese acto, la sensación de desasosiego desapareció y, tras volver a la cama, durmió plácidamente toda la noche.

A la mañana siguiente regresó a la cafetería. Era más barato tomar un café con leche que comprar el periódico. Esta vez, lo primero que hizo fue buscar un anuncio similar al del día anterior, repasando, concienzudamente, cada página hasta comprobar que no había ninguno. Continuó con una rápida mirada a los anuncios de trabajo, acabó el crucigrama y regresó a casa. Hoy tampoco había tenido suerte.

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Retiró, meticulosamente, la nieve del parabrisas con una rasqueta de plástico. El invierno estaba resultando tan frío que, antes de subir, ya sabía que su coche tardaría en arrancar; no se confundió. La única manera de llegar a su trabajo era circulando por la estatal 95, dirección al aeropuerto de Bangor y tomando una carretera comarcal en la primera salida. Desde mediados de Septiembre estaba trabajando en una franquicia de la U-Haul Company y el único requisito para que lo admitiesen fue la recomendación de Andrew Duncan, el director del Bangor Daily News.

En el trabajo se encargaba un poco de todo; desde inscribir en la base de datos a un nuevo cliente hasta vaciar el cenicero de un camión de mudanzas a su regreso. En su hora libre solía acercarse al Dunkin' Donuts de Odlin Road para tomar un café y hacer el crucigrama. Como siempre, le tocaba finalizar lo que otros habían iniciado. Ese era el único esfuerzo mental que realizaba a lo largo de su jornada.

Una fría mañana de Diciembre, mientras esperaba por un "Capuccino", sus ojos se posaron sobre un texto conocido. Allí, nuevamente, por encima del crucigrama, cerca del margen superior del periódico, encontró el mismo anuncio por palabras que había visto seis meses atrás. Un escalofrío recorrió su cuerpo y sus manos empezaron a temblar. Volvió al trabajo sin probar el café y el resto de la mañana se le hizo interminable.

Al igual que la vez anterior, el nerviosismo se apoderó de él. Había pasado la tarde discutiendo con su mujer sin motivo alguno. Como si de una droga se tratase, Jacob sentía la necesidad de llamar; esa curiosidad insana era su síndrome de abstinencia. En vez de cenar junto a Samantha, prefirió quedarse en el garaje esperando que llegase la noche para realizar la llamada.

Cuando comprobó que su mujer se había dormido, se dirigió al salón. Pensó que estaría más tranquilo si llamaba cómodamente sentado en el sofá. Nada más lejos de la realidad. Se sirvió una copa de bourbon y bebió un gran trago, así obtuvo el valor necesario para marcar el número.

Como en la pasada ocasión, transcurrieron unos segundos hasta que la voz femenina contestó:

"Hola, Jacob. ¿Cómo estás, cariño? Esperaba tu llamada".

Esta vez no se trataba de una grabación y se sorprendió al escuchar una voz en directo al otro lado de la línea telefónica. Se puso nervioso, le temblaron manos y rodillas y, en vez de responder, instintivamente, colgó el teléfono. Fue entonces cuando decidió volver a llamar pasados unos minutos, una vez que se hubiese tranquilizado. Mientras esperaba, rellenó el vaso y lo apuró de un sorbo.

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Samantha estiró el brazo y observó que el otro lado de la cama no estaba revuelto. Tras calzarse las zapatillas, se dirigió al salón, se acercó a Jacob y se cercioró de que ya no respiraba. Escondió la botella de bourbon, recogió el vaso que estaba sobre la mesa y lo metió en el lavavajillas para limpiar todo rastro de diazepam. Desde su teléfono móvil realizó dos llamadas, la primera, al despacho del director del periódico para informarle de que todo había salido como habían planeado y, la siguiente, solo por obligación, al número de emergencias. Mirando a su marido, esperó sentada a que llegase la ambulancia.

Su vecina, la señora Darwin, salió al porche alertada por el ruido de la sirena del coche patrulla y permaneció allí hasta la llegada de la furgoneta del forense. Cuando entró en su casa, decidió seguir fisgando tras la ventana, resguardada del frío de la mañana y, satisfaciendo, así, su curiosidad.

Mientras el ayudante tomaba fotografías del cuerpo de Jacob tendido sobre la alfombra, el sheriff recogió el teléfono del suelo, comprobó la última llamada y lo posó en la mesa de castaño. Inspeccionó el resto de la casa, no vio nada sospechoso y regresó al salón.

-Hay ciertas cosas que es mejor mantener en secreto y realizar llamadas a una línea erótica creo que es una de ellas, ¿le parece bien, señora? -dijo el sheriff en voz baja, mientras se fijaba en la gran belleza de Samantha. Ella asintió.

El forense consideró que todo estaba en orden y, sin indicios de haberse cometido un delito, anotó en su informe: "Muerte súbita por paro cardíaco". Por supuesto, no era necesaria una autopsia ni una investigación posterior; el sheriff estuvo de acuerdo.

Una breve noticia en la edición matutina del "The Bangor Daily News" informaba del fallecimiento, por causas naturales, de un hombre en el condado de Maine.

Ahora, Samantha y Andrew tienen "reuniones de empresa" más a menudo, a veces, en el misma cama donde dormía con su marido, otras, en el mismo sofá donde murió.

Esteban Rebollos (Noviembre, 2015)

sábado, 7 de noviembre de 2015

[ 2' 10'' ] La colección





Sus libros carecían de la palabra "Fin". Ese era su modo de darles continuidad eterna. Enlazando sus historias, el lector siempre tenía la necesidad de adquirir su última obra. Había descubierto la clave de su triunfo.

A su espalda se encontraban, ordenados cronológicamente, una veintena de libros pertenecientes a un mismo género. En esa colección había invertido los mejores años de su vida a cambio de múltiples éxitos efímeros. Incluso, había sacrificado a su familia en aras de un reconocimiento dentro del mundo del Terror. ...pero esa, esa es otra historia.

Acabó de escribir su manuscrito y, como de costumbre, decidió firmarlo justo bajo el título. Aquella acción la había realizado en todas sus novelas sabiendo que representaba un punto sin retorno. No volvería a leer el texto hasta verlo impreso.

Encima de la mesa se encontraban agrupados todos los capítulos que conformarían su última obra. Los ordenó con cuidado de no confundirse al numerar sus páginas, incluyó la portada recién firmada y del cajón de su mesa sacó una carpeta en la que introdujo el original. Todo estaba listo para ser enviado a su editor.

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Apagó las luces de su despacho y se dirigió hacia el dormitorio. Encima de la cama se encontraba el vestido gris perla, el bolso y los zapatos aún sin estrenar. Se vistió con calma y se apoyó en el escabel para calzarse los tacones. Mientras contemplaba su imagen reflejada en el espejo, sonreía, pensando en sus próximos pasos.

Una pequeña caja plateada permanecía sobre la mesita de noche esperando que su dueña se acordase de ella. La agitó, a modo de sonajero, únicamente para comprobar que en su interior aún quedaban suficientes pastillas. Más tarde, la guardaría en su bolso.

Salió a la calle y esperó a que pasase un taxi para subirse en él, camino de Bangor. Apenas habló con el taxista en los treinta minutos que duró el trayecto. Se apeó en las inmediaciones de Hayford Park ya que deseaba sentir el aire fresco mientras se dirigía, por Webster Avenue, a la cafetería del Club de Golf.

Sentada en la barra del bar, notó como los hombres se giraban al verla. Acostumbrados a retarse entre ellos, solo era cuestión de tiempo que alguno cayese en su trampa. Con la excusa de pedir una cerveza, un joven se acercó lo suficiente como para rozar su brazo, disculparse y, de ese modo pueril, entablar conversación.

Veinte minutos después salieron del bar y, entre carcajadas, se dirigieron al Riverside Hotel, a pocas manzanas de allí. El hombre se sintió mareado en el ascensor mientras veía pasar los números de cada piso. Una vez en la habitación, cayó desplomado sobre la cama. Las pastillas, disueltas en la cerveza, habían cumplido su cometido. Permanecía consciente, aunque paralizado por los efectos de la atropina.

Horas más tarde, la mujer abandonó la habitación dejando el cadáver de un hombre desollado. La cama, ensangrentada, mostraba la brutalidad del asesinato mientras que en el pasillo se encontraron sus vísceras esparcidas por el suelo. En las paredes, símbolos y mensajes diabólicos reivindicaban la autoría del salvaje crimen.

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Sentada ante su máquina de escribir inició otra novela. Sobre la mesa, las polaroid la ayudaban a recordar fielmente las escenas recreadas unas horas antes. El primer capítulo describía, con todo detalle, la tortura y posterior asesinato de un famoso hombre de negocios a manos de una secta satánica.

Sus historias siempre estaban basadas en hechos reales. 
¡Otro éxito de Brenda Swan!

Esteban Rebollos (Noviembre, 2015)


miércoles, 4 de noviembre de 2015

Una década juntos





-¿Para qué escribes papá, si nadie te lee? - eso me preguntó Lidia refiriéndose a los relatos breves. Sinceramente, la pregunta, en ese momento, me dolió.
- ¡Otros juegan al Candy!. - le contesté sin pararme a pensar.

Al día siguiente, la pregunta todavía seguía dando vueltas en mi cabeza buscando una respuesta racional.
En lo relativo a las historias breves, hay varios motivos. El primero es tomármelo como un reto, practicar a base de escribir nuevas historias e intentar mejorar. Ese relato que lees en menos de cuatro minutos, en ocasiones, me lleva muchas horas realizarlo. Es necesario buscar información incluso para los detalles más insignificantes. Todos los lugares que aparecen son reales, es necesario repasar biografías y cuadrar fechas; toda una serie de requisitos para hacer la historia lo más real posible. Una vez escrito, requiere pequeños ajustes, corregir formas verbales, eliminar adverbios, modificar la situación de las comas, todo ello, para conseguir una lectura fluida y mantener el interés en todo momento. Aún así, siempre son mejorables.

En cuanto a la segunda parte de la pregunta (la que me dolió), sólo decir que escribo por el placer de hacerlo, sabiendo que muy pocas personas lo leerán. Un simple "me gusta" o un pequeño comentario, siempre es más importante por saber que alguien lo ha leído que por valorar lo escrito.

Lo dicho... ¡como jugar al Candy!.

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04.11.15

Un día como hoy de hace diez años empecé esta andadura, probablemente pensando que no tendría más continuidad que la propia experiencia de aprender a usar un nuevo medio de comunicación y luego quedaría, como otras muchas cosas, en el cajón de los olvidos. Milagrosamente, aún sigue abierto.

En esta década he intentado, sobre todo, ser honesto conmigo mismo e incluir aquellas noticias que consideraba interesantes, tanto a nivel social como personal. He querido mantener un carácter constructivo, en cierta manera optimista, aún sabiendo que quizás nadie las leyera. Lamentablemente, no siempre lo he conseguido.

Actualmente permanecen más de un centenar de entradas visibles, aunque han sido muchas las eliminadas al perder su interés o quedarse anticuadas. De todos modos, existen otras ocultas, en forma de borrador, a la espera de ser terminadas y publicadas algún día.

Seguramente, al igual que la historia se repite, algunos de mis post vuelven a estar de moda; de ahí que algunos entradas sean recurrentes. En ocasiones me gusta actualizar la información e incluir nuevos comentarios vistos desde la perspectiva del paso del tiempo. Otras veces, simplemente, me apetece rememorarlas.

A pesar de que el blog ha permanecido cerrado en múltiples ocasiones, casi siempre por motivos personales (estudios, trabajo o, simplemente, obligaciones  familiares), siempre he estado a la espera de noticias que avivasen la necesidad de expresar mis opiniones. Y así ha sido, siempre he encontrado una buena excusa para continuar alimentándolo.

Habréis notado que en los últimos tiempos ha dado un giro hacia contenidos relacionados con el cine y la literatura, incluyendo diversas reseñas sobre libros, críticas de películas e, incluso, algún que otro relato breve. De todas formas, no temáis, pronto llegarán otras entradas de lo más variopinto.

Por último, no quisiera despedirme sin dar las gracias a todos; a quienes habitualmente entráis en el blog por vuestra constancia y a los que habéis llegado por casualidad, os invito a volver cuando queráis, quizás la próxima vez haya algo que os interese.

De todos modos... ¡Gracias por vuestra visita!