lunes, 12 de abril de 2021

[ 3' 00'' ] De puertas adentro

 




¡Nadie te creerá! ¡Nadie te creerá! ¡Nadie te creerá! -Una y otra vez, las palabras de su marido repicaban en su cabeza.
Y, efectivamente, nadie la creyó. No constaban denuncias. No había pruebas. Los testigos mintieron.
El juicio quedó "visto para sentencia".

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Barcelona, 1966

Carmen, modista, y Fernando, camionero, habían abandonado su Extremadura natal para labrarse una nueva vida en un próspero lugar como la Ciudad Condal. Durante las primeras semanas malvivieron en una habitación alquilada, con "derecho a cocina", racionando no solo la comida sino el poco dinero que habían ahorrado trabajando en el campo.

Cuando ya no quedaba rastro del queso, el aceite y el jamón traídos de Mérida empezaron a dudar si había sido una buena idea emprender esa aventura. Debían encontrar trabajo en las próximas semanas o los pocos ahorros de los que disponían desaparecerían por completo. 

Por suerte, Barcelona era tierra de oportunidades y, gracias a su casero, ambos encontraron trabajo en una fábrica de telas de algodón. A pesar de jornadas de diez horas, de lunes a sábado, con tan solo una tarde libre por semana, la entrada de dos sueldos les permitió encauzar su vida, ahorrar e, incluso, ayudar a la familia que aún permanecía en Extremadura.

Los primeros años fueron muy duros para unos recién casados tan jóvenes, pero, a pesar de todos los problemas, la ilusión de una vida en común les hizo estar más unidos que nunca.

Pasaron seis largos años hasta que él consiguió comprar un camión. Invirtieron todos sus ahorros en un viejo Pegaso de segunda mano, adquirido al propietario de una cantera en Mataró. Ahora, al menos, parecían vislumbrar un futuro prometedor.

En apenas unos años, todo su mundo cambió espectacularmente. Coincidiendo con el apogeo de la construcción, tras el primer camión, llegó otro nuevo, después, un piso en el Paseo de Gracia y un coche. Por fin, ella dejó de trabajar y se convertió en el ama de casa que tanto deseaba ser.

Pero una mejor vida requería más gastos, más esfuerzos, más horas extras.
Fernando comenzó a doblar turnos, a realizar portes a lugares más remotos. Así, aumentaron las noches sin aparecer por casa, durmiendo en pensiones de carretera, a veces, solo, a veces, en buena compañía femenina.

Fueron tiempos en los que ella empezó a sentirse sola y echarle de menos. Aún así, estaba orgullosa por el gran esfuerzo que él realizaba por ella, por los dos.

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Todo cambió desde el accidente. Una pierna amputada, el camión destrozado, deudas, alcohol y, también, los primeros malos tratos.

La pensión de él no llegaba para pagar los plazos del camión y las letras de la casa. Los problemas económicos se agudizaron y tuvieron que abandonar el piso de lujo para vivir de alquiler. Ella volvió a trabajar. Por las mañanas, de costurera y, por las noches, limpiando suelos en una nave industrial. A pesar de los dos trabajos, tampoco era suficiente para llegar a fin de mes.

-¿De dónde vienes a estas horas? ¡Ya no me quieres! ¿Con quién has estado? -cada día se repetían las mismas frases. A los ataques de celos, se le unían las miradas airadas y los chantajes emocionales por encontrarse impedido.

Más tarde, el grado de violencia aumentó. De las palabras, Fernando pasó a los hechos. A veces, destrozaba puertas a puñetazos, otras, le lanzaba botellas, la golpeaba bajo la ropa e, incluso, abusaba de ella.

Una noche, como tantas otras anteriores, él llegó de mal humor, bebido, con dolores en una pierna inexistente. Dolores que había intentado atajar, tras haber sido rechazado por otras mujeres, a base de medicamentos mezclados con alcohol.

Esa noche, Fernando llegó con ganas de sexo y ella, cansada, se negó. Él la insultó, la golpeó, la agarró con fuerza y con fuerza la violó.

-¡Eres mía! ¡Eres mi mujer! ¡Solo mía! -gritaba, mientras los vecinos escuchaban a través de las rendijas de las persianas.

Una escena repetida en múltiples ocasiones, en demasiadas ocasiones.

-¡Necesito ayuda! -pensó, mientras, medio desfallecida y aún dolorida, permanecía inmóvil sobre la cama.

Lamentablemente, sin tener con quién contar ni a dónde ir, decidió buscar la única salida posible...

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El cuerpo de Fernando reposa en la cama, apoyado sobre su costado izquierdo. El corte en el cuello hace que su cabeza describa un giro extraño. Las sábanas ensangrentadas y el cuchillo en el suelo son los únicos testigos del reciente crimen. Mientras, Carmen aún permanece tumbada a su lado, absorta, mirando al techo.

-¡Le he matado! -esas son sus únicas palabras cuando llega la pareja de la Guardia Civil. Y, efectivamente, esas palabras fueron las que la condenaron.

Sin denuncias, sin poder demostrar los malos tratos, sin testigos, sin nadie que la defendiese... el juicio quedó "visto para sentencia".

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Cuando se cerró la puerta de su nuevo cuarto, una sensación de bienestar la invadió por primera vez desde hacía mucho tiempo. Doce metros cuadrados, tres comidas al día y dos salidas diarias al patio de la cárcel se convertirían en su refugio, al menos, durante los próximos quince años.

A pesar de todo, de puertas adentro, su rostro reflejaba una sonrisa. Ella nunca compartiría el hijo que llevaba en su interior con un maltratador.
¡Ya había soportado demasiado!

Sabía que en los años setenta, una denuncia por malos tratos dentro del matrimonio, no hubiese prosperado.
Efectivamente, ¡Nadie la creyó!

Esteban Rebollos (Abril, 2021)

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