miércoles, 26 de agosto de 2020

[ 2´ 20" ] A corazón abierto




Cerca de la media noche, una notificación en su móvil le informaba de un nuevo mensaje en la bandeja de entrada. Sin embargo, ese ahogado pitido y la monótona luz intermitente no llamaron su atención hasta que la alarma de las seis de la mañana le despertó de su profundo sueño.

Había llegado la confirmación que tanto esperaba; por fin, veía cumplido el deseo de formar parte de la "Agencia Estatal de Trasplantes de Órganos". Desde que su mujer envió la solicitud, veinte meses antes, había asistido a una entrevista inicial, dos controles médicos, una prueba de esfuerzo, un riguroso estudio psicológico y, finalmente, a un bufete de abogados. Todo ello, de acuerdo a los estrictos protocolos establecidos por la agencia.

Animado por su esposa, comenzó a realizar ejercicio habitualmente. La rutina diaria estaba compuesta por un suave precalentamiento, una carrera de ocho kilómetros y, para finalizar, diez minutos de estiramientos. Esa actividad le ayudaba a reducir la ansiedad y la depresión que arrastraba desde que dejó de trabajar. El mismo recorrido, en el mismo tiempo; por supuesto, nada que requiriese un esfuerzo extra para su corazón. Debía mantenerse en buena forma.

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Cuarenta minutos después, llegó sudoroso a su chalet. Tras una ducha de agua templada, se vistió con ropa cómoda y preparó un café sin azúcar. En esta ocasión, optó por abrir el mensaje desde el MacBook de su despacho y con un sencillo "doble clic" ejecutó el programa informático de la agencia de trasplantes.

Una colorida presentación de bienvenida se inició automáticamente al introducir su clave personal. Más tarde, repasó las condiciones legales, ojeó el código deontológico de la agencia y, por último, accedió a lo que más le interesaba: el listado de precios. Apoyó el dedo índice en la pantalla y fue arrastrándolo, hacia abajo, en busca del apartado de "Enfermedades cardiacas", dentro del epígrafe: "Donaciones incompatibles con la vida".

Comprobó que la cifra asociada a esta intervención era la más alta de la lista:
Trasplante de corazón: 420.000 € más un "bonus" por calidad. Miró a su alrededor y constató el alto nivel de vida que disfrutaba su familia, por eso, la cuantía le pareció razonable. No tuvo duda de que se lo podía permitir.

Esperó a que su mujer y sus hijos despertasen para darles la buena noticia. Todos le felicitaron por haber sido aceptado en el programa de trasplantes. Su esposa le abrazó e, incluso, derramó alguna lágrima de alegría antes de proseguir con sus actividades cotidianas.

Un mes después, por fin, había decidido someterse a la operación. Tras recibir el beneplácito de su familia, se puso en contacto con la agencia estatal y, en apenas una semana, todo estaba dispuesto para la intervención.

El renombre adquirido por la agencia garantizaba que disponía de equipos médicos de primer nivel, expertos cirujanos y, todo ello, a precios más que razonables. Además contaba con un inmejorable "servicio postoperatorio" en todas sus franquicias.

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Tras cuatro interminables horas, todo había salido como estaba programado. Incluso, el cirujano jefe se acercó hasta la sala de espera para felicitarme por la buena calidad del corazón de mi marido.

Al día siguiente, una notificación en el móvil me informó del ingreso en mi cuenta de la cantidad estipulada en el contrato, por supuesto, incluyendo el "bonus" por calidad. Algo más de medio millón de dólares que aliviarán mis ya preocupantes deudas, al menos, durante un par de años.

Ahora, el corazón de mi marido late en el pecho de otra persona y, gracias a eso, mis hijos y yo seguimos disfrutando de una vida de lujo.

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Acabo de recibir un emotivo mensaje del receptor del trasplante; agradecido por la generosidad de mi esposo y la excelente calidad de la "mercancía", desea conocerme.

Debo pensar en mi futuro y no puedo desaprovechar esta nueva oportunidad.

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Y, por supuesto, todos mis maridos
siempre me han querido
"a corazón abierto".

Esteban Rebollos (Agosto, 2020)

viernes, 7 de agosto de 2020

[ 2' 40'' ] Cadena de favores - Serie Maine (VIII)




Dawson, ¿Recuerda que me debe una?
- Sí, claro, jefe... ¿A quién hay que romperle las piernas?
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A pesar de todo lo que pudiera parecer, desde hace dos décadas, los índices de delincuencia en Bangor siguen una curva descendente. Está claro que la corrupción del Departamento de Policía no se refleja en las estadísticas oficiales. Aunque los métodos utilizados por el sheriff son poco ortodoxos, nadie duda de que es altamente eficaz controlando su ciudad.
A primera hora de la mañana, un aviso del agente James Dawson informó sobre un extraño incidente en la mansión de un reconocido abogado de la ciudad.
En esta ocasión, la comitiva formada por el coche patrulla y el equipo forense, iba precedido por el todoterreno particular del sheriff. Todos ellos atravesaron las tranquilas calles del centro de la ciudad sin apenas llamar la atención. Si querían realizar su trabajo eficientemente debían llegar antes de que los medios de comunicación emitieran las imágenes en los informativos de la mañana.
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La primera vez que empuñó un arma apenas tenía siete años y, desde entonces, no había dejado de matar. Primero fueron lagartijas y pequeños pájaros, a continuación jabalíes y ciervos, más tarde, varias misiones en la Guerra del Golfo y ahora acababa de disparar contra un hombre blanco en su propia casa.
- ¡Qué coño ha pasado! ¡A ver cómo explico esto! - se dijo Dawson, con la pistola, aún humeante, en sus manos.
Al ver el estado del cuerpo que se encontraba a sus pies, se dio cuenta de que no lo solucionaría sin pedir ayuda.
Cuando el sheriff llegó a la mansión, no pudo reprimir su enfado. - ¡Joder, Dawson... Se trataba de un pequeño susto, no de vaciar el cargador!
Como en ocasiones anteriores, el Departamento de Asuntos Internos abriría una investigación que finalizaría, como mucho, en una amonestación administrativa y uno o dos meses sin sueldo. En su defensa, declararía que el joven abogado le atacó, sin motivo aparente, tras abrirle la puerta.
Aún, así, no podía cometer ningún error o su carrera como agente de la ley sería historia. De todos modos, a James Dawson no le importaban las sanciones sino la palmadita de aprobación que recibiría de su jefe y amigo, el sheriff Raymon Stalker.
No era el primer trabajo de este tipo que realizaba. Ya había roto brazos, partido piernas e incluso asesinado por encargo antes, pero, en esta ocasión, reconocía que se le había ido de las manos.
Una vez más, Dawson habló con el supervisor del Dpto. de Recogida de Muestras y dijo eso que tanto odiaba, "Hoy por mí, mañana por ti". Una hora más tarde, entre las pruebas ya se encontraba un cuchillo de grandes proporciones, una bolsita de polvo blanco y una listado de traficantes de poca monta.
Estas falsas evidencias permitían desviar la atención sobre el verdadero motivo de la muerte del abogado y, así,  crear una nueva línea de investigación ficticia.
El hecho de que el fallecido fuera un hombre blanco, de rasgos caucásicos, evitó que la expresión "brutalidad racista" apareciera en la portada de los diarios y, con ello, los habituales disturbios en las ciudades del país.
Oportunamente, el informe de la autopsia también confirmó la versión inicial de que el joven se encontraba bajo los efectos de las drogas en el momento de su muerte. Ahora James le debía otro favor más al forense.
Y ya por último, un fallo en la cadena de custodia de pruebas facilitó la desaparición de unas fotos escandalosas entre la exmujer del sheriff y el joven fallecido.
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- ¡Ray, cariño, te dije que le rompieses las piernas, no que le mataras!
- Pero, ¿por qué?
- No podía permitir que el muy cabrón me dejara por una jovencita - dijo Allison, mientras se subía en el Mercedes SLK que un día perteneció al abogado.
- ¡Me debes una, Ally! - exclamó el sheriff, esbozando una sonrisa de complicidad.
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Tras veinte años de matrimonio, dos hijos y un divorcio, Raymon y Allison nunca han dejado de tener sus encuentros amorosos. A pesar de todo, aún confían el uno en el otro y, por supuesto, no dudan en pedirse toda clase de favores.

Esteban Rebollos (Agosto, 2020)





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