lunes, 27 de abril de 2020

[ 3' 10" ] Una segunda oportunidad



Había terminado de descargar los sacos de harina y el sudor perlaba su frente. La rutina diaria y la experiencia adquirida durante los últimos cuarenta años le proporcionaban la seguridad necesaria para desempeñar su trabajo con verdadera maestría.

A medianoche, los hornos de cocción del pan llevaban una hora encendidos y, a pesar de que los extractores rendían a plena potencia, el calor ya resultaba asfixiante dentro del local.

Como cada noche, Sergio subió la persiana lo justo para que una corriente de aire fresco logrará disminuir un poco las altas temperaturas dentro del obrador.

*********

La vida de Martín no había sido nunca fácil, ya desde pequeño aprendió que nadie regala nada y que todo había que ganarlo con esfuerzo. Su carácter se había forjado a base de peleas por lograr una esquina en la que mendigar y una lucha diaria por evitar que los chicos mayores le robasen lo conseguido tras horas pidiendo a las puertas de la iglesia.

A sus catorce años, su rostro no ofrecía ningún atisbo de alegría, pero tampoco de rencor; las únicas marcas visibles en su cara eran un par de cicatrices, recuerdo permanente de una salvaje batalla campal por conseguir un buen sitio donde dormir y un diente mellado por intentar comer un panecillo duro encontrado entre la basura.

Siempre había conseguido librarse de la policía, unas veces por pura suerte, otras al pasar desapercibido por ser el más pequeño del grupo pero, la mayoría de las ocasiones, por su gran intuición al no seguir los malos consejos de los mayores.

Aquella noche decidió adentrarse en un nuevo barrio y probar suerte rebuscando en los contenedores del mayor mercado de la ciudad. Tenía claro que poco encontraría a aquellas horas. Los comercios habían cerrado a las nueve y, a esa hora, decenas de personas ya se agolpaban ansiosas por recoger las sobras del día.

Como temía, poco pudo encontrar. Una manzana machacada y cuatro galletas resecas serían su cena de hoy. Bebió agua de una fuente y, sin nada más interesante que llevarse a la boca, decidió proseguir su camino en busca de un lugar seguro donde dormir.

De pronto, un aroma embriagador a pan recién horneado llamó su atención. La sutil fragancia, al mezclarse con su olor corporal, consiguió que, por un instante, se sintiera limpio.

Pero ya se sabe que el "hambre aviva el instinto" y, en esos momentos, el chico estaba demasiado hambriento. Se acercó a la persiana que estaba abierta dos palmos. Asomó su cara, no vio a nadie y, empujado por ese instinto de supervivencia que  tenemos todos, decidió entrar, arrastrándose de espaldas por un suelo manchado de harina.

Su extrema delgadez facilitó la labor y, en apenas unos segundos, se encontró ante una larga mesa con barras de pan de distintos tamaños y frente a otra en la que se mostraban panecillos dispuestos como soldados en formación, junto a un amplio abanico de bollería.

Por un instante su mente se bloqueó; no supo que opción elegir, si el dulce de los bollos o el aroma de los panes.

-¿Qué haces ahí, ladrón? 

Una voz retumbó tras él. Le habían pillado, nunca mejor dicho, con "las manos en la masa". Su cuerpo escuálido se tensó y solo pudo susurrar un tímido:

-Tengo hambre. Lo siento -. Mientras una lágrima recorría su mejilla.

-¿Cuántos años tienes?

-¡Catorce, señor, y me llamo Martín! -dijo su nombre, más por un acto reflejo que por haberlo pensado.

-¿Así que tienes hambre, no? Bien, pues... acerca ese taburete y siéntate.

-¡Pero, señor! -replicó con cara de asombro.

-¡Qué te sientes, coño! -le ordenó, esta vez con voz contundente.

El joven le hizo caso y se sentó, lentamente, mientras le miraba con cara de incredulidad.

-¿Por dónde quieres empezar? ¿Por el pan caliente, los bollos de chocolate o las rosquillas de azúcar?

El chico miraba al panadero, pero temía que nada más poner su mano sobre uno de los panes le golpease; no sería la primera vez que recibía una paliza por intentar robar algo de fruta en un puesto callejero.

-¡Come de una vez!, ¡El horno está encendido y no tengo toda la noche para que te decidas!

El chico alargó su brazo y, casi sin mirar, cogió lo primero que tocaron sus dedos, un magnífico bollo brillante con pepitas de chocolate en su interior. Lo acercó a su boca y, lejos de devorarlo, lo saboreó como si no hubiese probado bocado jamás. Se permitió, incluso, cerrar los ojos para apreciar mejor su aroma y su delicada textura.

Tras el bollo, comió un panecillo con semillas de sésamo, mordisqueó con cuidado la corteza de un pan recién cortado y bebió un gran vaso de leche.

Diez minutos después, el chico no podía comer más y miró al panadero con cara de agradecimiento.

-¿Sabes que significa esto? -dijo Sergio, clavando sus ojos en los del muchacho -¡No quiero volver a ver tu cara por aquí nunca más! ¡Llévate un par de barras y lárgate de mi vista!

El joven miró al panadero y le contestó:

-¡Gracias, señor!- Deje el pan para el próximo que se cuele. Se lo agradecerá al igual que yo.

Sergio quedó dubitativo; había perdido demasiado tiempo y decidió zanjar el asunto de una vez.

-Tú decides, Martín. Te llevas esas barras o... o vuelves mañana con las manos limpias.

*********

Hoy soy yo aquel muchacho quien, veinte años después, continúa el legado de Sergio, carga los sacos de harina y espera, cada noche, que un joven se cuele bajo la persiana para darle una segunda oportunidad.

Esteban Rebollos (Abril, 2020)

1 comentario:

caesaraelapetina dijo...

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