domingo, 18 de febrero de 2024

[ 3' 00'' ] El piano


- Acepto todas las condiciones, excepto una.

¡Ella nunca tocará el piano del gran salón!

Esa es mi última palabra.

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Kingston, Inglaterra, 1927

Tras la muerte de mi esposa, hace cuatro años, los días como compositor quedaron en el olvido y, desde entonces, me encuentro inmerso en una decadencia absoluta. El piano se convirtió en el único testigo de mi duelo y en él me cobijo para recordar su presencia. En realidad, todo en esta casa me recuerda a ella.

Cuando los demonios se apoderan de mi mente y no puedo dormir, la angustia me atormenta. Entonces, me dirijo al gran salón y, tan solo con pasar las puertas de cristal, me adentro en un mundo mágico. En ese refugio dejo que mis dedos bailen libremente sobre las teclas e interpreten viejas melodías. Solo la luz del alba hace que me enfrente a la realidad y regrese a un estado de melancolía permanente.

Los días de gloria, en los que componía para la realeza, son ya un recuerdo y, desde el accidente, no he creado ninguna obra. Por suerte, aún me mantengo gracias a la herencia que dejó mi esposa y a los escasos conciertos que interpreto como solista.

Mi vida de ermitaño alimenta los rumores sobre mi encierro y, las pocas veces que visito la ciudad, siento como los lugareños murmuran a mis espaldas sobre la verdadera causa de la muerte de mi esposa.

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Por sorpresa, una llamada rompió el silencio de mi letargo. Un amigo, conocedor de mis penurias, me ofreció la oportunidad de volver a impartir clases. Ante su insistencia, acepté sabiendo que necesitaba un giro en mi vida. El acuerdo fue sencillo: unos ingresos semanales a cambio de habitación y lecciones de piano.

Una horda de limpiadoras y dos semanas de frenética actividad transformaron mi cárcel en un refugio acogedor. Las habitaciones, lugares sombríos, se abrieron para ser inundadas por el aire fresco de la campiña; incluso, algún osado deshollinador trepó al tejado para limpiar las numerosas chimeneas que se vislumbran desde Hamilton Avenue.

A las seis de la tarde, el taxi llegó puntualmente. De él se bajó una mujer, por suerte, algo mayor de lo que esperaba. Al verla, mi corazón dio un vuelco por su parecido con mi esposa y, por primera vez en años, volví a sonreír. Creo que la llegada de Amanda, mi nueva alumna, fue el punto de inflexión que tanto necesitaba.

Tras una breve pero cordial presentación, le mostré cada rincón de la mansión y la acompañé por los jardines hasta la pequeña casa de invitados, ahora reconvertida en aula de música. Amanda encontró todo a su gusto, incluso el viejo piano que utilizaríamos para las clases.

Más tarde, durante la cena, comenté con ella la única restricción de nuestro acuerdo: la entrada en el gran salón. Amanda comprendió que se trataba de un tributo a la memoria de mi esposa, aceptó mi dolor y en sus ojos encontré un destello de complicidad que alivió el peso de mi carga.

Desde su llegada, los días se sucedieron con alegría. Las mañanas cobraron vida con las clases de piano, convirtiéndose en un momento único y esperado. Su amabilidad, su risa y, especialmente, su ternura iluminaron cada rincón. Por las tardes, explorábamos los magníficos paisajes que nos rodeaban, desde los viejos rincones de Londres hasta las apacibles playas de Brighton.

Después de dos meses, mis sentimientos hacia Amanda experimentaron un profundo cambio, lo que me llevó a abrir las puertas del gran salón e invitarla a tocar. Al verla frente al piano, supe que nuestra vida sería perfecta si estuviéramos juntos.

Tras la boda, por fin, hallé la paz. Tras su muerte, la recompensa ha sido mejor. La alegría y la pasión por la música brotaron en mí de una forma desconocida; ahora, las notas fluyen con facilidad de mis manos y, en ocasiones, me sorprendo tarareando nuevas melodías.

Con Amanda encontré la fuerza, la inspiración y, sobre todo, la riqueza que tanto deseaba.

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¡Mi próxima esposa también será mucho mayor que yo!

Esteban Rebollos (Febrero, 2024)


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