domingo, 27 de octubre de 2019

El lugar donde me gustaría estar...




Seguro que tienes un lugar que te regala paz, que se convierte en ese "refugio" donde te sientes a salvo, aunque la vida te quiera robar la calma...

Seguro que tienes un libro, o incluso un relato corto, que mientras lo lees, piensas, "no se da cuenta pero lo ha hecho para mí, si yo supiera, también hubiera escrito lo mismo"...

Probablemente, esa misma sensación también la sientes con algunas personas. Sí, esas que aunque solo sonrían para ti, te salvan de unas cuantas lágrimas y, de repente, son capaces de contagiarte su alegría... esas, que te ayudan sin pedirte nada a cambio, esas que les fluye la letra pero, sobre todo, esas que convencen con sus actos.

Esas que son como una cascada y te llenan de emociones...

Pues si eso te ocurre, quédate cerca...
Ese lugar y esas personas, te hacen bien.


(Palabras de Lau Alonso Pérez)

sábado, 5 de octubre de 2019

[ 3' 20'' ] Tiempos de escasez


María metió sus pequeñas manos en el saco de lino que guardaba les fabes y fue sacando tantos puñados como comensales tendría al día siguiente. Como era habitual, cinco eran suficientes para satisfacer a un matrimonio con tres hijos, entre los que me contaba yo, con catorce años, y mis dos hermanas pequeñas, Florentina y Violeta.

Mi madre revisó, una a una, cada faba en busca de alguna mancha que delatara la presencia del "cocu", luego, tras descartar las dañadas, las introdujo en la olla y la llenó de agua hasta cubrirlas por completo. Les fabes pasarían la noche a remojo, empapándose, aumentando de volumen y, así, obteniendo una piel tersa y, al parecer, según dicen, más blanca.

Al día siguiente, como si de un efecto óptico se tratara, los cinco puñados parecían casi el doble. Mi madre se había levantado temprano para hacer sopas de ajo, que mi padre, Ramón, desayunaba habitualmente; un plato contundente para afrontar las horas que estaría en la mina barrenando la dura roca.

Mi madre le preparó un bocadillo de tortilla de patatas porque, cuando le brindaban la oportunidad, mi padre doblaba jornada para traer un sueldo mayor a fin de mes y, ese bocadillo sería su único sustento. Más tarde, hirvió la leche, extrajo las natas y tostó varias rebanadas de pan sobre la chapa de la cocina de carbón. Virtió un poco de malta y rellenó los tres tazones con leche, untó el pan con las natas y las espolvoreó con un poco de azúcar, conseguido de estraperlo. Aquel sería nuestro desayuno antes de partir hacia la escuela.

Tras quedarse a solas, era el momento de empezar con los preparativos de la comida y la limpieza de la casa. Vació el agua de la noche y rellenó la olla con agua fría, añadió una cebolla, tocino, chorizo y una morcilla mediana. Colocó la olla en el extremo más alejado de los aros que componían el llar, junto a la pared del tiro de la chimenea. Permanecería allí durante horas, medio olvidada, siempre lejos del intenso calor de las brasas. Entre tanto, María aprovechaba el tiempo para realizar las tareas matutinas, típicas del ama de casa.

De vez en cuando se acercaba hasta la cocina para echar un vistazo. El secreto de una buena fabada consistía en agitar la olla con cariño, "asustar les fabes" con medio vaso de agua fría cada vez que empezaban a hervir e introducir la cuchara de madera únicamente para probar el caldo, por si requería una pizca de sal. Por supuesto, la mera idea de remover los ingredientes mientras se cocinaban se hubiese interpretado como un sacrilegio.

Las horas pasaban y, en el interior de la olla, los ingredientes se cocían a fuego lento. El caldo en ebullición difundía un aroma penetrante, impregnando de un intenso olor a compango no solo la cocina, sino los lugares más recónditos de la pequeña casa.

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El capataz tenía sus trabajadores preferidos y, entre ellos, se encontraba mi padre; picadores que en una jornada realizaban más del doble de la tarea que hacían otros. Pero el capataz también era un hombre justo, conocedor de que el sueldo de los picadores era escaso, intentaba repartir los tajos equitativamente. Esa conducta no solo contribuía a evitar rencillas entre los compañeros por las diferencias de sueldo, sino que contribuía a ser mejor valorado ante sus superiores.

Lamentablemente, ese día Ramón no tuvo suerte y no formó parte de los mineros que alargaron su jornada, así que volvió con su bocadillo bajo el brazo. Llegó sudoroso tras subir la empinada rampa que unía la carretera con el grupo de pequeñas casas que componía nuestra aldea. Era una subida de tierra y piedras sueltas, adecentadas por los propios vecinos en las múltiples sextaferias realizadas después de la guerra. Este año, antes de que llegase el otoño tendrían que reunirse para reparar algún pequeño tramo que las primeras lluvias de primavera habían agrietado por completo.

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A las cuatro en punto la comida estaba sobre la mesa. La fabada había pasado de la olla a una fuente de loza, único vestigio de los escasos regalos de boda que perduraron tras la guerra.

Nuestro padre se servía primero. Troceaba el chorizo, al igual que la morcilla, en cinco partes y rebuscaba los trozos más pequeños para depositarlos en su plato. Después se echaba apenas tres cucharadas de fabes y rellenaba el plato con caldo casi hasta el borde. Luego nuestra madre repartía al resto. Primero me servía a mí, supongo que por ser el hijo mayor. Sin apenas disimulo se entretenía buscando los mayores trozos de compango para echarlos en mi plato. Mi padre la miraba y cuando ella volvía la vista, le hacía un gesto de aprobación. A continuación servía dos buenas raciones a mis hermanas, mientras que ella se echaba el resto del caldo, una cucharada de fabes y los pocos trozos desmenuzados de chorizo y morcilla que aún quedaban en el interior de la fuente.

Mi padre decía: "Antonio solo tien que crecer y facese un home... Metelu na mina ya ye cosa mía", mientras apoyaba su mano en mi hombro y sonreía a mi madre.

Sin apenas hablar, comíamos todos en silencio. Los platos se rebañaban con trozos de pan, a veces de trigo, a veces de centeno, a veces, como ese día, con el pan del bocadillo que mi padre no tuvo oportunidad de comer.

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Aunque la guerra había terminado hacía algunos años, aún seguían siendo tiempos de escasez.

Cuando cumplí dieciséis, mi padre hizo realidad su promesa; habló con el capataz y empecé a trabajar en la mina. Al principio, como peón en el exterior, después como ayudante minero dentro de la galería, más tarde "posteando" en las rampas y al final, junto a mi padre como barrenista.

A partir de entonces, comenzaron mejores tiempos; dos sueldos en casa y cuando doblábamos, casi tres. Hoy en día, cuarenta años después, al olor de una fabada recuerdo aquella olla, aquel aroma intenso y, sí, a pesar de todo, echo de menos aquelles fabes de antaño.

(En recuerdo de mis abuelos, Ramón y María, y de mis tíos,  Antonio y Violeta)

Esteban Rebollos (Octubre, 2019)


jueves, 18 de abril de 2019

[ 4' 45'' ] La casualidad no existe




Amanda, ¿eres una bruja o una timadora—le preguntó el inspector en su primer encuentro. En aquella ocasión, la pequeña aún no conocía la respuesta.

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La primera vez que tuvo una visión apenas tenía doce años. No supo explicar a su madre como unas imágenes tan aterradoras se habían apoderado de su mente y una sensación de inquietud le había despertado. Ante la insistencia de la pequeña, la madre decidió llamar a la policía. En menos de veinte minutos, un coche patrulla llegó a las puertas de la casa y dos hombres uniformados se las llevaron para prestar declaración en la comisaría más cercana. Nunca se habían sentido tan avergonzadas ante las miradas inquisitivas de los vecinos. Una vez en presencia del inspector, no pudieron dar una explicación convincente de como la pequeña Amanda conocía el paradero de dos cadáveres en plena Sierra de Madrid, más aún, cuando nadie había alertado sobre su desaparición. Desgraciadamente, tres días después encontraron los cuerpos congelados de dos excursionistas bajo los restos de un alud. A pesar de todo, algunos altos mandos de la policía consideraron el acierto de la niña solo una mera casualidad.

Durante las siguientes semanas, una actividad febril se apoderó de la mente de Amanda; era raro el día que no se despertaba con algún presentimiento. A veces, se frustraba porque las sensaciones percibidas eran tan ambiguas que no sabía interpretarlas y otras, en cambio, lograba dar indicaciones precisas para dirigir una brigada de salvamento en plena noche. Comprobó que con la ayuda de ansiolíticos descansaba mejor y sus predicciones eran más acertadas. Esa fue una época en la que todo formaba parte de un aprendizaje.

Veinte meses después, un aviso al 112 alertaba de la desaparición de un vehículo con tres personas en su interior. Carlos, Inés y su pequeño de dos años, Álex, no habían regresado de una corta escapada de fin de semana. Por aquel entonces, la policía ya había constatado el alto grado de aciertos de Amanda y decidió aprovechar sus habilidades psíquicas para localizar a la familia lo antes posible. Para ello, le mostraron algunas prendas de vestir y juguetes del pequeño que se encontraban en casa de los abuelos. La policía pretendía "acelerar" el proceso de localización. Como era de esperar, esa misma noche, Amanda entró rápidamente en un duermevela propicio para sus visiones y así, reveló que el coche se había precipitado por un barranco en Despeñaperros, tras salirse en una curva. Efectivamente, unas horas más tarde, hallaron el vehículo oculto bajo arbustos y maleza. Allí encontraron el cuerpo malherido de Álex junto a sus padres, medio moribundos. Por suerte, aunque con graves lesiones, todos consiguieron salir con vida de ese terrible accidente. Se había abierto una nueva vía de colaboración en la búsqueda de personas desaparecidas.

Por desgracia, algunas visiones llegaban demasiado tarde, cuando la víctima había perecido; esto dejaba una sensación agridulce en Amanda. Por una parte se entremezclaba el dolor por no haber podido salvar esa vida, con el hecho reconfortante de que los familiares recuperaran el cuerpo para darle, al menos, un digno final. En cambio, cuando averiguaba el paradero de una víctima que aún seguía viva, una sensación de bienestar la envolvía, la adrenalina recorría su cuerpo, y, como si de una droga se tratase, la motivaba más para seguir empleando sus habilidades.

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¡Ayúdame a salir de aquí! —oyó decir. Aunque estaba convencida de haberlo soñado, el grito de la chica le pareció real y lo suficientemente intenso como para despertarla. Amanda descolgó el teléfono y marcó el número al que tantas noches había llamado.

¿Inspector? La chica está en un pozo, rodeada de aceite. Muy cerca del lugar de la desaparición. Dense prisa. Aún está viva. —y colgó. Esas fueron sus únicas palabras; no dio opción a que el inspector Álvarez le hiciera una pregunta. Sabía por experiencia que cualquier otra información en esos momentos era superflua y un pequeño comentario podía entorpecer en la investigación. Amanda se vistió a sabiendas de que ya no volvería a retomar el sueño y, como en ocasiones anteriores, se dirigió caminando hacia la comisaría.

Atendiendo a la presión social por conocer todos los entresijos de la noticia, se decidió habilitar el pabellón municipal de deportes de Las Rozas para dar una rueda de prensa. Al día siguiente, decenas de medios de comunicación se concentraron para atender a las explicaciones de la policía sobre la liberación de una chica, secuestrada la semana anterior, en ese mismo barrio. A las dos de la tarde, los informativos de todas las cadenas conectaron en directo con la improvisada sala de comunicaciones.

En los televisores de toda España aparecían el subdirector general del Cuerpo Nacional de Policía y el delegado del Gobierno en Madrid sentados en el centro de la mesa, mientras que al verdadero cerebro de la operación, le relegaron a uno de los extremos. Eso no era lo que más enojaba a Amanda, sino que tras media hora dando explicaciones sobre el asalto a una nave industrial por parte de un grupo de operaciones especiales, la captura de los secuestradores y la posterior liberación de la joven, no habían agradecido la colaboración del inspector. Al menos, respetaron la voluntad de Amanda de mantenerse en el anonimato, básicamente, porque las estadísticas mostraban un increíble 94% de casos resueltos desde que contaban con su ayuda.

Amanda, sentada a escasa distancia de un televisor de cuarenta pulgadas y enfadada por el trato mostrado hacia su amigo, posó la mano sobre la pantalla y arrastró sus dedos hasta pararse sobre el demacrado rostro del inspector Álvarez. Por un instante creyó notar una sensación desconocida hasta entonces; quizás experimentaba ese sentimiento llamado "amor", aunque pronto comprendió que se trataba únicamente de una ilusión.

"¡Estáis en peligro! ¡Salid de ahí!". Una notificación en forma de luz parpadeante junto con un corto pitido alertaron de la llegada de un aviso. El inspector Álvarez volteó su móvil, leyó atentamente el mensaje y desenfundó su pistola bajo la mesa.

De pronto, uno de los reporteros de la primera fila dejó caer su micrófono, abrió su chaqueta y mostró lo que era, sin duda alguna, un chaleco explosivo. El terrorista gritó algo en un idioma irreconocible, pero, fuese lo que fuese, no tuvo tiempo de acabar la frase. El inspector Álvarez alzó su arma, apuntó a la cabeza del individuo y realizó un disparo certero. Su cuerpo cayó de espaldas sobre el resto de los periodistas.

Tras unos segundos de desconcierto, un tímido aplauso, iniciado con titubeo desde una de las últimas filas, se convirtió en una gran ovación en apoyo de la rápida respuesta del inspector. Los destellos de las cámaras fotográficas inmortalizaron el momento y los titulares de los principales diarios del día siguiente se centraron en una sola noticia, la heroica actuación del inspector Ernesto Álvarez.

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En la puerta, un letrero recuerda que el nuevo subdirector general del Cuerpo Nacional de Policía es aquel inspector Álvarez. Lo primero que llama la atención al entrar en el despacho es un gran retrato de Amanda sobre la vitrina de las medallas; esta es la manera de darle las gracias por su ayuda, no solo por salvar su vida, ni por influir en su meteórico ascenso sino por continuar con la misión de encontrar personas desaparecidas.

Amanda también tiene su propio despacho, mucho más modesto y, por supuesto, bien lejos de la comisaría. Ahora, vive en un bonito chalet con vistas a Navacerrada para sentir el fresco aire de la sierra. A pesar de la lejanía, siempre está conectada al teléfono del subdirector general.

En las paredes de su despacho no hay retratos, ni medallas, ni diplomas que le recuerden quién es. En esas paredes despobladas solo destaca un cartel con un texto motivador: «La casualidad no existe», en clara alusión a la labor que realiza con sus premoniciones.

Diez años después de aquel primer encuentro, Amanda Ochoa y Ernesto Álvarez siguen en contacto. Ella pasa habitualmente por las dependencias policiales, pero ahora, en calidad de "asesora" del Centro Nacional de Desaparecidos, un eufemismo para no reconocer que se trata de una vidente al servicio de la policía. Aquellos que pensaron que sus logros eran cuestión de suerte, ya han cambiado de opinión.

Efectivamente, diez años después, ambos conocen la respuesta a aquella primera pregunta.


Esteban Rebollos (Abril, 2019)


viernes, 15 de marzo de 2019

Confieso que te he sido infiel


Desde hace unos meses, miro a otras, paso el tiempo con ellas, pero créeme, sigo pensando en ti. No es tu culpa, ni mis gustos han cambiado, ni tampoco quiero hacerte daño.  Quizás, ahora, necesite probar nuevas experiencias.

Siento reconocer que te he sido infiel y no creas que intento justificarme pero las circunstancias que nos rodean han facilitado este desliz.

Han sido muchas y, sinceramente, no recuerdo todos sus nombres, ni tampoco recuerdo dónde las conocí.

Cada noche te miro, tan cerca de mí, esperando obtener mi atención y, poco antes de dormir, prometo que mañana será distinto, que encontraré tiempo para estar contigo.

Perdóname, desde hace meses no hago otra cosa que ver series.

Te he sido infiel con "Peaky blinders", "Mindhunter", "True detective", "Breaking bad", "Luther", "Broadchurch", "La casa de papel", "El puente" y un largo etcétera. 

Si me lo permites volveré a ti para tenerte en mis manos, pasar tus hojas, leer tus capítulos, en fin, vivir lo que tu vives y sentir lo que tu sientes. 

Mañana será distinto, lo prometo.

Esteban Rebollos (Marzo, 2019)



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Algunas series vistas (por orden alfabético ...para no perderse) - Actualización Diciembre 2023

- 1883

- 1923

- Atrapados

- Black mirror

- Breaking bad

- Blacklist

- Broadchurch

- Chernobyl

- Cobra Kai

- Collateral

- Cómo defender a un asesino

- Creedme

- Doctor Foster

- El abogado del Lincoln

- El alienista

- Elementary

- El cuento de la criada

- El embarcadero

- El hombre en el castillo

- Élite

- El juego del calamar

- El puente

- El marginal

- Gambito de Dama

- Ghost wars

- Hanna

- Happy valley

- Hermanos de sangre

- Homeland

- Jack Ryan

- Killing Eve

- La casa de papel

- La mantis

- La víctima número 8

- Lupin

- Luther

- Making a murderer

- Manhunt: Unabomber

- Manifest

- Mar de plástico

- Mare od Easttown

- Marginal

- Mindhunter

- Mr. Mercedes

- Mr. Robot

- Ozark

- Paranoic

- Peaky blinders

- Poker face

- ¿Quién es Anna?

- River

- Sense 8

- Sherlock

- Sucesor designado

- Stranger Things

- Taboo

- The Bletchley circle

- The end of the f***ing world

- The Frankenstein chronicles

- The old man

- The rookie

- The sinner

- True detective

- Tulsa king

- Vikingos

- Westworld

- Yelowstone

- You

- Zona fronteriza