domingo, 25 de abril de 2021

[ 3' 45'' ] La llamada

Ocho años atrás, justo después de enviudar, Marta abandonó las formidables vistas de la sierra madrileña para trasladarse a un pequeño apartamento en pleno barrio de Embajadores. En aquel momento pensó que la cercanía de sus hijas sería sinónimo de estar más acompañada. Nada más lejos de la realidad.

Sus hijas pronto tomaron caminos muy distintos. La mayor encontró el amor en Irlanda y, allí se quedó para formar una nueva familia. En cambio, la pequeña visitaba a su madre, únicamente, cuando su vuelo hacía escala en Madrid, con suerte, una o dos veces al mes.

Durante esos años, la madre las llamaba en muy pocas ocasiones y, cuando lo hacía, evitaba hablar de sus sentimientos, de lo infeliz que se sentía y de la soledad en la que se encontraba. A pesar de todo, la hija menor intuyó que algo no iba bien y pudo confirmar sus sospechas durante una escala en Madrid. Finalmente, la madre le confesó que no podía olvidar a su marido y, aunque no lo dijese, le seguía echando de menos. Estaba convencida de estar pasando una depresión.

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Sin saber cómo, una llamada cambió su vida. Un desconocido había marcado su número de teléfono a altas horas de la noche y, lo que se inició como una inoportuna molestia, se convirtió en una conversación distendida y con un final sorprendente... la promesa de volver a hablar al día siguiente.

Y así fue. Esa misma mañana, la persona con la que habló la noche anterior, marcó su número de teléfono. Desde ese día, las llamadas se sucedieron una o dos veces por semana hasta que, poco después, pasaron a ser diarias. Álex era un hombre encantador, atento, cariñoso y, sobre todo, un buen conversador.

A partir de las primeras llamadas, sus charlas le hicieron sentirse especial. Por fin, Marta pudo hablar sobre sus sentimientos con alguien que se encontraba en su misma situación. 

Ahora hablan de todo, de todo lo que se les antoja: sus amigos, sus sueños, sus expectativas... Y, así, Marta comprende que es lo suficientemente joven y aún puede disfrutar de una vida mucho más placentera.

Desde hace dos meses, una sensación de alegría e ilusión invade todo su cuerpo. Por fin encontró su alma gemela; una persona maravillosa que tiene su misma edad, comparte sus mismos gustos y, sobre todo, le hace feliz.

Aunque habitualmente la mayoría de sus charlas tratan de cosas banales o temas cotidianos, a veces, también tienen sus momentos de intimidad. Es, entonces, cuando las conversaciones se vuelven más afectuosas y sugerentes. Y son, precisamente esos instantes, los que aprovechan para intercambiar sus secretos. Sea como sea, cada noche, Marta espera ansiosa la llamada que rompa su soledad.

Ahora, canturrea mientras trabaja en su bufete. Incluso, afronta las tareas monótonas del hogar con una sonrisa y, por primera vez en meses, se encuentra con ánimo suficiente para preparar deliciosos postres, aún sabiendo que son solo para ella. Por fin se siente bien, libre y dispuesta a disfrutar de su vida.

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—¡Demasiado bonito para ser verdad! —le comentó una amiga.

Aquellas palabras revolucionaron su mente. Eso, y una reciente noticia de chicos jóvenes que embaucaban a mujeres para sacarles joyas y dinero, la sumió en la intranquilidad. Se prometió que a ella no le pasaría lo mismo.

—¿Sabes algo su vida? —le preguntó su amiga. Marta no supo qué responder... Y fue, precisamente en ese momento, cuando se dio cuenta de que aún no habían tenido su primera cita. 

Temiendo ser víctima de algún engaño, decidió indagar sobre Álex. Lo único que encontró fue un perfil de Facebook en el que se indicaba, literalmente: "Fotógrafo especializado en Gastronomía". Sus fotos mostraban prestigiosos restaurantes con espectaculares platos de alta cocina. Al menos, lo poco que consiguió hallar, no le pareció sospechoso.

Marta prefirió no pensar más en este asunto y retomó las conversaciones sin recelo. Por desgracia, todas las veces que intentó quedar con él, los compromisos profesionales de Álex le impidieron mantener un encuentro cara a cara.

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—Tenemos que hacer algo por mamá. Tú ya no volverás a Madrid y yo, con tantos vuelos, apenas puedo visitarla —esta conversación, mantenida meses antes, influyó en la vida de su madre más de lo que podían imaginar.

Cuando la hija menor colgó el teléfono, una sensación de nerviosismo invadió todo su cuerpo. Aconsejada por una compañera, había contratado un novedoso servicio de acompañamiento. Con toda educación le preguntaron por los gustos de su madre; si prefería un hombre o una mujer, o si tenía alguna fantasía que quisiera cumplir. Fue entonces cuando, realmente, descubrió lo poco que sabía sobre la persona que le había dado la vida.

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Durante cuatro meses, Marta recibió diariamente las llamadas de Álex. El teléfono sonaba, más o menos a la misma hora, y la conversación concluía unos cuarenta minutos después. Todo ello, aunque esperado, seguía animándola día tras día.

En un par de ocasiones las respuestas de Álex entraron en bucle y, solo entonces, Marta descubrió que se había enamorado de una máquina. Pensó que el uso de la Inteligencia Artificial había llegado demasiado lejos y, a partir de ese momento, no respondió a ninguna de sus llamadas. La ilusión por su vida cayó en picado. Realmente, nunca mencionó este hecho a sus hijas, pero fueron muchas las noches que pasó llorando. 

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Desde que había enviudado, no había mantenido una relación estable. Solo contactos esporádicos, en los que pocas veces había repetido con la misma persona. Desgraciadamente, la mayoría de los encuentros no habían cumplido con sus expectativas.

Aunque lo había sopesado en multitud de ocasiones y se consideraba mayor para inscribirse en una aplicación como Tinder, por primera vez, decidió romper sus propias reglas.

Entre todas las opciones disponibles, eligió la siguiente combinación:

"Varón, 48 años, cuerpo atlético, ojos marrones."

Estaba convencida de que había escogido las mismas características que la mayoría de las mujeres de su edad. No necesitaba más.

—¡A quién no le gusta un bombero! —pensó, mientras esperaba impacientemente que sonase el timbre de su apartamento.

Pero la realidad fue muy distinta. Finalmente, se cansó de responder las mismas preguntas: «¿Qué tal?», «¿Cómo te va?», «¿De dónde eres?». La mayoría de las conversaciones eran insustanciales y, una vez que mantenían relaciones, ninguno de los dos parecía mostrar interés por un segundo encuentro. 

Aunque no todos los hombres que conoció en Tinder eran tan poco interesantes, al final terminó bastante frustrada y prefirió abandonar la red para retomar su tranquila vida.

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A pesar del gran enfado que tenía por haber sido engañada, no pudo evitar seguir pensando en Álex. Lo cierto es que aquellas llamadas le habían hecho sentir bien y le habían ayudado a superar el dolor por la pérdida de su marido. De vez en cuando, Marta aún disfruta conversando telefónicamente.

—¡Nadie, mejor que tú, conoce mis secretos! —le dijo antes de despedirse hasta el día siguiente.

(Álex lo sabe todo sobre Marta y ella... ella sigue confiando en él.)

Esteban Rebollos (Abril, 2021)

lunes, 12 de abril de 2021

[ 3' 00'' ] De puertas adentro

 




¡Nadie te creerá! ¡Nadie te creerá! ¡Nadie te creerá! -Una y otra vez, las palabras de su marido repicaban en su cabeza.
Y, efectivamente, nadie la creyó. No constaban denuncias. No había pruebas. Los testigos mintieron.
El juicio quedó "visto para sentencia".

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Barcelona, 1966

Carmen, modista, y Fernando, camionero, habían abandonado su Extremadura natal para labrarse una nueva vida en un próspero lugar como la Ciudad Condal. Durante las primeras semanas malvivieron en una habitación alquilada, con "derecho a cocina", racionando no solo la comida sino el poco dinero que habían ahorrado trabajando en el campo.

Cuando ya no quedaba rastro del queso, el aceite y el jamón traídos de Mérida empezaron a dudar si había sido una buena idea emprender esa aventura. Debían encontrar trabajo en las próximas semanas o los pocos ahorros de los que disponían desaparecerían por completo. 

Por suerte, Barcelona era tierra de oportunidades y, gracias a su casero, ambos encontraron trabajo en una fábrica de telas de algodón. A pesar de jornadas de diez horas, de lunes a sábado, con tan solo una tarde libre por semana, la entrada de dos sueldos les permitió encauzar su vida, ahorrar e, incluso, ayudar a la familia que aún permanecía en Extremadura.

Los primeros años fueron muy duros para unos recién casados tan jóvenes, pero, a pesar de todos los problemas, la ilusión de una vida en común les hizo estar más unidos que nunca.

Pasaron seis largos años hasta que él consiguió comprar un camión. Invirtieron todos sus ahorros en un viejo Pegaso de segunda mano, adquirido al propietario de una cantera en Mataró. Ahora, al menos, parecían vislumbrar un futuro prometedor.

En apenas unos años, todo su mundo cambió espectacularmente. Coincidiendo con el apogeo de la construcción, tras el primer camión, llegó otro nuevo, después, un piso en el Paseo de Gracia y un coche. Por fin, ella dejó de trabajar y se convertió en el ama de casa que tanto deseaba ser.

Pero una mejor vida requería más gastos, más esfuerzos, más horas extras.
Fernando comenzó a doblar turnos, a realizar portes a lugares más remotos. Así, aumentaron las noches sin aparecer por casa, durmiendo en pensiones de carretera, a veces, solo, a veces, en buena compañía femenina.

Fueron tiempos en los que ella empezó a sentirse sola y echarle de menos. Aún así, estaba orgullosa por el gran esfuerzo que él realizaba por ella, por los dos.

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Todo cambió desde el accidente. Una pierna amputada, el camión destrozado, deudas, alcohol y, también, los primeros malos tratos.

La pensión de él no llegaba para pagar los plazos del camión y las letras de la casa. Los problemas económicos se agudizaron y tuvieron que abandonar el piso de lujo para vivir de alquiler. Ella volvió a trabajar. Por las mañanas, de costurera y, por las noches, limpiando suelos en una nave industrial. A pesar de los dos trabajos, tampoco era suficiente para llegar a fin de mes.

-¿De dónde vienes a estas horas? ¡Ya no me quieres! ¿Con quién has estado? -cada día se repetían las mismas frases. A los ataques de celos, se le unían las miradas airadas y los chantajes emocionales por encontrarse impedido.

Más tarde, el grado de violencia aumentó. De las palabras, Fernando pasó a los hechos. A veces, destrozaba puertas a puñetazos, otras, le lanzaba botellas, la golpeaba bajo la ropa e, incluso, abusaba de ella.

Una noche, como tantas otras anteriores, él llegó de mal humor, bebido, con dolores en una pierna inexistente. Dolores que había intentado atajar, tras haber sido rechazado por otras mujeres, a base de medicamentos mezclados con alcohol.

Esa noche, Fernando llegó con ganas de sexo y ella, cansada, se negó. Él la insultó, la golpeó, la agarró con fuerza y con fuerza la violó.

-¡Eres mía! ¡Eres mi mujer! ¡Solo mía! -gritaba, mientras los vecinos escuchaban a través de las rendijas de las persianas.

Una escena repetida en múltiples ocasiones, en demasiadas ocasiones.

-¡Necesito ayuda! -pensó, mientras, medio desfallecida y aún dolorida, permanecía inmóvil sobre la cama.

Lamentablemente, sin tener con quién contar ni a dónde ir, decidió buscar la única salida posible...

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El cuerpo de Fernando reposa en la cama, apoyado sobre su costado izquierdo. El corte en el cuello hace que su cabeza describa un giro extraño. Las sábanas ensangrentadas y el cuchillo en el suelo son los únicos testigos del reciente crimen. Mientras, Carmen aún permanece tumbada a su lado, absorta, mirando al techo.

-¡Le he matado! -esas son sus únicas palabras cuando llega la pareja de la Guardia Civil. Y, efectivamente, esas palabras fueron las que la condenaron.

Sin denuncias, sin poder demostrar los malos tratos, sin testigos, sin nadie que la defendiese... el juicio quedó "visto para sentencia".

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Cuando se cerró la puerta de su nuevo cuarto, una sensación de bienestar la invadió por primera vez desde hacía mucho tiempo. Doce metros cuadrados, tres comidas al día y dos salidas diarias al patio de la cárcel se convertirían en su refugio, al menos, durante los próximos quince años.

A pesar de todo, de puertas adentro, su rostro reflejaba una sonrisa. Ella nunca compartiría el hijo que llevaba en su interior con un maltratador.
¡Ya había soportado demasiado!

Sabía que en los años setenta, una denuncia por malos tratos dentro del matrimonio, no hubiese prosperado.
Efectivamente, ¡Nadie la creyó!

Esteban Rebollos (Abril, 2021)

sábado, 3 de abril de 2021

[ 2' 10'' ] Conflicto de intereses

 




  

Cuando sufrí ataques de pánico, ella supo calmarme.

Cuando ingresé en el hospital, ella durmió en la butaca.

Cuando entré en coma, ella...

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La conocí el día de mi noveno cumpleaños. Supongo que mi padre creyó que, después de un año de relación, esa fecha sería el momento idóneo para su presentación en sociedad. No pudo elegir peor día.

Mi madre había muerto cuatro años antes y, a pesar de ello, ver a mi padre con otra mujer aún me causaba repulsión.

Reconozco que Amanda fue muy prudente ese día. Sabiéndose el centro de atención de todos los invitados, supo guardar muy bien la compostura. Tanto los padres de mis amigos como mi propia familia la observaban como queriendo descubrir en ella algún oscuro secreto.

Siempre en un segundo plano, Amanda solo se dirigió a mí para felicitarme, besarme y entregarme su regalo... una preciosa muñeca que nunca saqué de la caja.

Por algún extraño motivo, tras la celebración, mi padre decidió que su novia, mi futura madrastra, se quedase a dormir. Ahí empezaron los problemas.

Pasé aquella noche llorando hasta que, vencida por el sueño, me dormí acurrucada en una esquina de mi cama.

Cuando desperté, Amanda ya no estaba. Supuse que esa noche había sido una excepción. Desgraciadamente, nada más lejos de la realidad.

Pocos días después, una furgoneta aparcó junto a la fachada principal. Cuando abrieron el portón trasero, un centenar de cajas se encontraban a la espera de ser descargadas. En apenas media hora, todo aquel cargamento ya estaba diseminado por las tres plantas de la casa.

Una infinidad de vestidos, zapatos, libros y demás enseres invadieron cada rincón, arrollando con todo lo anterior. De un día para otro, la casi totalidad de las fotografías de mi madre habían desaparecido y, únicamente, un viejo retrato de ella se mantuvo a salvo en mi cuarto.

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Los siguientes cuatro años ingresé en el hospital en nueve ocasiones. Los diagnósticos médicos indicaban desde casos leves de apneas y miedos nocturnos hasta graves episodios de intoxicación por medicamentos.

Al no encontrar causa que justificase mis padecimientos, fui derivada a distintos hospitales en los que me realizaron pruebas de todo tipo y donde, incluso, llegaron a ingresarme en la unidad de cuidados intensivos.

Durante la última hospitalización, y ante las sospechas fundadas de un delito, se inició una investigación judicial a partir de un informe de los servicios médicos. La última analítica mostraba una alta concentración de fármacos en sangre, muy superior a lo esperado por los facultativos.

Tras cotejar los resultados, la policía recibió la orden de arresto inmediato de Amanda. Por supuesto, no fue difícil localizarla... estaba en el hospital. Finalmente, la detuvieron saliendo de mi habitación.

Acusada de un delito de asesinato en grado de tentativa, con agravante de parentesco, la sentencia dictaminó que mi madrastra sufría síndrome de Munchausen por poderes. Asimismo, el hecho de negarlo todo llevó al tribunal a considerar su frialdad una prueba irrefutable de su ausencia de amor maternal.

Según el veredicto del Tribunal Superior de Justicia, quedó probado que Amanda puso mi vida en riesgo desde el día en que me conoció. Por tales acciones, y considerando que su trastorno mental no era eximente de delito, fue condenada a ocho años y tres meses de prisión.

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Al principio, todo comenzó siendo un juego infantil. El primer año fue sencillo fingir cefaleas, temblores y pérdidas de conocimiento.

Tras la boda, decidí cambiar de estrategia. Comencé a tomar medicamentos, administrándome dosis superiores a las estrictamente terapéuticas, hasta que las analíticas reflejaron resultados alarmantes.

El paso definitivo fue un poco más arriesgado. Aprovechando que estaba ingresada, decidí manipular la máquina que controlaba la dosis de mi medicación y culpar de ello a Amanda. Todo concluyó cuando logré inducirme un estado de coma irreversible.

Mi padre se divorció hace diez años y, desde entonces, siempre ha estado al lado de mi cama, cuidándome.

Esta es la manera que elegí para seguir luchando por su amor.

—¡Ahora, soy feliz!

Esteban Rebollos (Abril, 2021)