lunes, 5 de julio de 2021

[ 3' 30'' ] Sin medias tintas




 (Una historia de la Yakuza)


Tras mi muerte me arrancarán la piel y la venderán al mejor postor.

Quizás sea un orgullo ser expuesto en una vitrina como un animal de caza —dijo Hikaru, esbozando una sonrisa.

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Hikaru y Tadashi, amigos desde la infancia, practican Kendo dos veces por semana en el Budo Kyotoshi, en pleno corazón de Kioto. Desde hace más de seis décadas este dojo es el centro de reunión de los miembros de más alto nivel de las Yakuzas de la costa este japonesa.

Durante más de una hora, los continuos ataques, a veces con sables de bambú, a veces con dagas de madera, se acompañan de gritos agudos que aumentan la intensidad de cada golpe. Si bien, la mayoría de los envites son parados con el sable, algunos consiguen alcanzar el cuerpo del contrincante provocando gran dolor. Los golpes son tan contundentes que ninguna protección evita que aparezcan marcas y moratones bajo una armadura realizada con algodón, acero y cuero.

Tras la práctica intensa de cualquier arte marcial, no hay nada más reconfortante que disfrutar de un baño de aguas termales, el llamado, "onsen". Es ahí donde las conversaciones y acuerdos entre los miembros de distintos clanes adquieren su mayor relevancia. Más tarde esos pactos se firmarán, unas veces con tinta en los despachos de los grandes rascacielos, otras, con sangre en algún oscuro callejón.

Cuando Tadashi se quitó el casco y la armadura, lo primero que resaltó de su cuerpo fue su blanco hombro izquierdo. Única zona, de cuello para abajo, sin tatuajes. Sí, la única. El contraste de los colores negro y rojo hacía que su piel, en aquella zona aún virgen, resplandeciese con más intensidad. En cambio, en su espalda, una gran carpa japonesa nadando a contracorriente, le recuerda, constantemente, su deseo innato por triunfar.

El ritual del baño se inicia con una primera ducha tonificante y, a continuación, sentado en un minúsculo taburete, casi en cuclillas, Tadashi limpia su cuerpo con una pequeña toalla. Posteriormente, vestido con un kimono de algodón y chanclas de madera sale de los muros del acogedor dojo para dirigirse a las pequeñas oquedades talladas en la roca volcánica. Junto a él se extiende un gran espacio repleto de jacuzzis naturales, un lugar reservado únicamente para hombres. Sus cuerpos tatuados son señal inequívoca de la férrea jerarquía establecida dentro de la Yakuza.

Cada tatuaje, "irezumi", simboliza un hecho importante en la vida de su portador, habitualmente, éxitos relacionados con la actividad delictiva desarrollada en la organización. Desde los pequeños ramilletes de flores de loto o crisantemos en diversos tonos de grises que representan los asesinatos realizados por encargo, a los llamativos símbolos religiosos, personajes legendarios o serpientes multicolores que reafirman el estatus conseguido a lo largo de los años.


Y es que ningún tatuaje se realiza al azar, ni tan siquiera se trata de un capricho efímero. El maestro tatuador, único artista que puede hacerse cargo de un trabajo una vez empezado, es elegido por su larga experiencia en los diseños y el uso de las distintas tonalidades. No todos se atreven a utilizar en sus trabajos tintas de llamativos colores como el rojo, verde o amarillo. Solo unos pocos maestros tatuadores guardan el secreto de los pigmentos que los componen; en su mayoría elementos venenosos, perjudiciales para la piel si no se administran con mesura y conocimiento.


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Se hicieron amigos mientras deambulaban por las calles que les vio nacer; calles de un barrio pobre, inmerso en los muelles portuarios de la gran ciudad. Crecieron entre timbas de marineros, prostitución, tráfico de drogas y estraperlo de mercancías proveniente de ultramar. Y, años más tarde, tras una adolescencia rebelde, decidieron buscarse la vida, acabando en el único lugar donde fueron bien recibidos, la yakuza regional. Allí comenzaron con pequeños encargos; normalmente trabajos de extorsión a comerciantes y constructores.

Con el paso del tiempo, obtuvieron un renombre dentro de la organización al no amedrentarse ante ningún grupo rival, aunque, por supuesto, no se libraron de algún que otro golpe o, incluso, algún que otro, navajazo. Sus trabajos, siempre en pareja, les llevó a recibir el apodo de los "Gemelos Rõnin", en clara alusión a la leyenda de los 47 samuráis que vengaron la muerte de su señor feudal.

Pero los problemas siempre acaban llegando y, en esta ocasión, como no podía ser de otro modo, de la mano de una mujer. Aratani, una chica de origen humilde, raptada y obligada a prostituirse en uno de los múltiples garitos de la zona portuaria, entró en sus vidas cuando los "gemelos" decidieron darle una oportunidad, sacándola de aquel ambiente. Con el paso del tiempo, ambos se enamoraron de ella y, por ella, empezaron las primeras discusiones.

A pesar de jurarse fidelidad y respeto, la rivalidad creció entre ellos. Cuando Tadashi decidió tatuarse una geisha con el rostro de Aratani, Hikaru se enfadó hasta el punto de retarle a un combate a muerte. Por suerte o por desgracia, el fatídico asesinato de la chica, por parte de un clan rival, evitó que el combate llegase a celebrarse. Más tarde, debido a ese trágico suceso, retomaron el contacto entre ellos, hasta consolidar, nuevamente, su amistad.

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¿Cuántos tienes? —dijo señalando su cuerpo.

Demasiados. Hace tiempo que perdí la cuenta.

¿Y el hombro? Aún no está tatuado.

Está reservado para algo especial.
¿Cuál te gusta más?

No he visto ningún dragón.

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Dos años después de aquel último combate de Kendo y antes de que el Alzheimer estuviese en su estado más avanzado, Hikaru le solicitó ayuda a su amigo para poner fin a su vida. Tadashi, atendiendo a su petición, inició el ritual del "seppuku", la milenaria ceremonia japonesa del suicidio, prohibido en nuestros días.


Ahora, Tadashi, luce un dragón en su hombro derecho junto al retrato de Aratani, su gran amor. Un recuerdo permanente de su buen amigo, Hikaru. Este es el único tatuaje de su cuerpo que no simboliza un asesinato, sino todo lo contrario, una muerte digna y honrosa.
Por supuesto, es el tatuaje del que más orgulloso se siente.


Esteban Rebollos (Junio, 2021)